Marcados por la muerte

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La tarde empezaba calurosa. El verano estaba en su plenitud y la mejor manera de librarse del calor era dándose un baño. Ana disfrutaba de las refrescantes aguas del río y antes de abandonarlo miró una vez más su rostro. Los años eran clementes con ella. Aún parecía que tenía diez años menos de los que ostentaba en realidad. Pocos se creían que ella llegara a los cuarenta y los más atrevidos, aún le hacían pícaras proposiciones que eran firmemente negadas.

Era innegable su belleza inmarcesible. La melena rubia oscura le caía como un torrente caudaloso sobre los hombros. El rostro ovalado enmarcaba aquellos ojos grises con menos arrugas que las esperadas. Debería ser por la sonrisa de sus labios finos que no la abandonaba nunca. La piel bronceada por el sol, seguía sin mancha y suave. Y por fortuna, aún la gravedad respetaba a su esbelto cuerpo. Sí, aquella doncella que había conquistado el corazón de José, sólo había mejorado con el tiempo.

Una vez, un viejo habitante de Villanueva le había dicho que los grandes hombres y mujeres de la historia tenían una mirada especial. En su caso, el color de sus alegres ojos. De sus tres hijos, sólo Leon los había heredado, aunque los suyos eran un poco más intensos. Él iba a ser un gran caballero. Desconocía como llegaría a ese punto, pero no le importaba. El mismo Dios se lo había dicho en sueños y le había dado su nombre antes de que ella quedara embarazada.

El río de sus pensamientos retornó a José. Viajó, entonces, a aquellos días en los que ella no era más que una jovencita de quince años de edad. Lo había conocido en una jornada no muy distinta a aquella.

El tiempo era caluroso y el cielo estaba despejado. La primavera estaba en su segunda semana y el agradable clima permitió a Ana pasear cerca del linde del pueblo buscando flores para su madre. Se acercaba su cumpleaños y tenía pensado hacerle un bello ramo. Ella adoraba las flores.

Mientras buscaba sus preferidas, escuchó el fuerte gruñido de un animal no muy lejos de ella. Al levantar la cabeza, descubrió que un inmenso cerdo corría hacia ella. Asustada no fue capaz de reaccionar frente a la carga. En el momento en el que pensaba que iba a ser arrollada, un hacha apareció volando y se clavó en el cuello del gorrino frenándolo de golpe. Un joven, de piel pálida, cabellos oscuros y corpulento, apareció a la carrera. Ana lo reconoció como el hijo de la carnicera. El muchacho al llegar a su altura se disculpó.

—Perdonadme, mi señora. Se me escapó el animal justo cuando lo llevaba de regreso a la granja y se lanzó a por vos.

—No os preocupéis. Al fin y al cabo me habéis salvado —respondió afablemente la joven Ana.

A partir de ese momento, un sentimiento de seguridad y confianza afloró con respecto a José.

—Era lo menos que podía hacer dado que fue falta mía que el cerdo escapara. Y por favor, no me tratéis de vos, no soy un caballero

—Sí lo sois. Los caballeros salvan a damas en apuros. ¿O me equivoco? —un ligero rubor apareció en las mejillas del joven—. ¿Cuál es vuestro nombre?

—José Rey, el hijo de la carnicera.

—Encantada José. Yo soy Ana Miranda. Es un honor.

—El honor es mío, mi señora. Vos sois la hija del comerciante de vinos. Caldos muy buenos los de vuestro padre. Siempre que puedo compro una botella para degustarla en la comida.

Aunque al principio José la trató con extremado respeto, poco a poco se fue acercándose a ella. Era con la única persona con la que podía estar horas hablando sin parar. A Ana le resultó tremendamente encantadora esa inocencia.

Dos meses después, la madre de José murió víctima de una tuberculosis. En esos duros momentos, él encontró el respaldo, el consuelo y el amor de su enamorada Ana, quién hizo todo lo que estuvo en su mano para hacerlo sonreír otra vez.

27: La Leyenda Sangrienta (#1)Where stories live. Discover now