El auto avanzaba despacio y la gente que pasaba nos miraba con curiosidad, intentando vernos, pero no podían mientras avanzáramos.

Había árboles por doquier, no se escuchaba ningún sonido y de pronto vi locales de marcas carísimas y para nada accesibles.

No entendía dónde estaba, porque este no era un vecindario común. Supuse que era un pueblo gigante, según el mapa que acabábamos de pasar.

El mapa llevaba por título: "Bienvenidos a The Moon".

Nunca había escuchado de un sitio igual. Ni siquiera sabía dónde estábamos.

Agradecí mantenerme callada, con la vista al frente, obedeciendo a mis padres que supongo que sabían qué hacer. Les estaba dando el control de la situación porque ahora había visto lo vigilados que estábamos.

El auto se detuvo frente a una de las mansiones.

Era una mansión blanca de techos oscuros y ventanas altas que se multiplicaban. Frente a la enorme casa había una fuente con ángeles que escupían agua de sus bocas. Alrededor predominaban árboles como álamos, sauces y cedros.

Intenté ver más allá, pero la luz del sol no llegaba o al menos mi vista no lo conseguía.

La mansión triplicaba el tamaño de nuestra pequeña casa en la playa en California. Estaba en un sitio que parecía frívolo y superficial.

Tomé la mano de mi madre por encima del asiento y la apreté para hacerle notar que estaba muerta de miedo.

—Bueno, al menos la casa parece sacada de un cuento de hadas —hablé como si hubiera pensado en voz alta.

—¿Eh?

—Silencio —mi padre nos calló a las dos en un susurro.

—Deben bajar —nos anunció el chofer.

Nos quedamos un minuto en el auto, mirándonos, y luego bajamos con desconfianza.

El aire cálido de la mañana me golpeó en la cara.

No sabía si estábamos en un país distinto, habíamos viajado durante horas y quizás el verano también había llegado aquí.

Estaba soleado, el clima era templado y no había ni una sola nube en el cielo que pudiera decirnos si iba a llover.

—Ponte los lentes de sol —me aconsejó mi madre—. Al menos eso dirá algo de nosotros.

El chofer nos estaba bajando las maletas y tuvimos que caminar hasta la casa porque no tenía autorización para entrar al predio de la mansión.

Así que éramos tres: Elijah y Sophia Brown, junto con su hija Evangeline Brown de dieciocho años, entrando al jardín delantero con una maleta cada uno.

Caminábamos en silencio, pero nuestros pensamientos seguramente estaban a los gritos.

—Mamá, ¿a dónde demonios estamos? —le pregunté en voz baja para que no me regañaran.

—En nuestro nuevo hogar, Evangeline —respondió con tristeza.

Se me secó la boca, mi corazón se aceleró y volví a mirar la mansión con más detenimiento mientras nos acercábamos.

Una casa.

Nuestra casa.

Me frené en seco, sujetando la manija de la maleta con fuerza. Mis padres se detuvieron también, resoplando.

—No. Nuestra casa está en California —susurré, sabiendo que estaba entrando en pánico—. Allí está la abuela Gyli, están mis amigos, mi escuela. ¿Qué les pasa? Actúan como robots desde que llegamos aquí, mamá, papá.

Se miraron entre ellos y mamá me jaló del brazo, pretendiendo que caminara. No me quedó de otra. Me lanzó una mirada que me fulminó, se metió en mi cabeza y logró manipularme para que me quedara en silencio mientras ambos me obligaban a ingresar a la casa.

Tenía ganas de echarme a llorar.

¿Por qué me aplicaban la ley del hielo? ¿Por qué lo hacían cada vez que me enfrentaba a ellos? Podían estar días sin hablarme por eso y yo tenía que pensar por qué demonios se ponían en ese estado.

Tras subir las escaleras de lo que suponía que ahora era mi casa (cosa que nunca iba a considerar), nos recibió una ama de llaves que abrió la puerta con una sonrisa.

Llevaba el típico uniforme de empleada doméstica: vestido negro con un delantal blanco bordeado y rodeándole la cintura.

Debía tener unos cuarenta años, el cabello rubio recogido y ojos de un tono caramelo. Nos recibió con una sonrisa cordial.

—Bienvenida sea la familia Brown a The Moon —nos recibió, abriendo la puerta de par en par—. Me alegra mucho su llegada, los estábamos esperando.

Un ligero escalofrío recorrió mi nuca.

No me gustaba este lugar.

En las sabanas de un TelescoWhere stories live. Discover now