#8: El Carro

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Maldije a mis piernas por no funcionar como debían y hacer que me tardara más de lo estrictamente necesario en dejar atrás a ese par de estafadores

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Maldije a mis piernas por no funcionar como debían y hacer que me tardara más de lo estrictamente necesario en dejar atrás a ese par de estafadores. Con toda honestidad, no me lamentaba a menudo de tener que usar una silla de ruedas, porque no recordaba otra cosa, pero en ese momento le habría incluso revelado a mi madre que era lesbiana porque mis extremidades inferiores hicieran su trabajo.

Bueno, quizás no habría llegado tan lejos, pero sólo habérmelo planteado daba cuenta de lo harta que estaba.

Mamá estaba esperándome en el auto fuera de la facultad. Se veía que le estaban picando las manos por bajarme y tomar mi silla, para que no tuviera que lidiar con la acera que estaba agrietada y desnivelada. Agradecí que no lo hiciera, porque ya me sentía lo suficientemente humillada y habría sido incluso más difícil mantener la sonrisa falsa que no podía permitirme borrar; si mamá se enteraba de que había tenido un mal primer día, intentaría convencerme de que lo dejara, y cansada como estaba, podría verme intentar a ceder una vez más ante su manipulación.

Ya había practicado en mi cabeza todo un día paralelo para contar que sabía que tendría que aprobar sí o sí: cómo todos habían sido muy amables y las clases muy divertidas y por supuesto, inclusivas como nos habían prometido al matricularme. No es que mis compañeros me hubiesen tratado mal, pero sí me vi forzada a recordad las dos verdades que regían mi vida: la primera, que la gente no tenía idea como tratar a una persona en una silla de ruedas (como a cualquier otra) y la segunda, que era incapaz de iniciar o seguir una conversación aunque mi vida dependiera de ello. La única conversación que había tenido todo el día había sido con la bruja e Io, incidente que obviamente no iba a mencionarle a mi madre religiosa. Los años de práctica hicieron que todo el discurso saliera creíble y fluido, por lo que cuando llegamos a casa y le dije que necesitaba descansar un rato, ni siquiera me lo cuestionó e incluso me dejó beber una bebida energética sin ponerme mala cara. Quizás lo estaba intentando, supuse que debía estar agradecida.

Esperé hasta escuchar la televisión encendida en su habitación para echarme a llorar. Lo hice sin producir un solo ruido, como acostumbraba pues mamá no dejaba que cerrase la puerta en caso de que ocurriera un accidente o algo así. La telenovela de las seis llenaba la casa junto a los comentarios indignados de mi madre, que únicamente la ponía para rabiar. Me sentí atrapada como hacía mucho tiempo no lo hacía: había querido buscar ayuda y hasta en eso se había entrometido. Nunca saldría de esa casa. Nunca podría vivir mi propia vida mientras ella la considerara nuestra. La peor parte es que ni siquiera me sentía capaz de enfrentarla, pues sabía que era una batalla perdida. Jamás admitiría lo que me había hecho. Ya era muy sucio el que hubiera querido atraparme con las manos en la masa, pero ¿dejar que me expusiera de esa forma contándole mi vida a una extraña para que luego ella le fuera con el chisme? ¿Decirle mi color favorito y quizás qué cosas más para que pareciera más mística? Era bajo hasta para ella.

Lloré por un largo rato. Además de la humillación, cayó sobre mí el peso de saberme sola en el mundo. Mamá me quería, sí, pero como a una posesión, y ¿a quién más tenía en realidad? No había sido capaz de hacer una sola amiga en todo mi paso por la escuela y, por cómo había ido mi primer día de universidad, no veía un mejor prospecto para los años que se venían. En el mejor de los casos las personas sentían curiosidad al verme, en el peor, lástima, o cuchicheaban sobre el despropósito que era el que estuviera siquiera intentando convertirme en una profesora de deporte.

BuenaventuraOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz