Capitulo 6: Asesino

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Se aproximaron a la entrada y, al abrir la puerta, nos hallaron en el corredor;  él; ayudándome, y yo; postrado en la silla.


–¡Pip! –se escadalizó Rebecca al descubrir la venda.

–No es nada –la tranquilicé, mientras observaba al corredor echarse la capucha sobre la cabeza.

–Adiós –masculló en mi dirección, y pasó junto a los caseros, que lo siguieron con ojos bien abiertos.

–Adiós –murmuré para mí–. Ese señor me ayudó cuando me clavé una lata en la playa. Por suerte estaba ahí cuando me accidenté. ¿Lo conocen? No me dijo su nombre.

–Yo lo veo pasar todas las mañanas con el perro –comentó Rebecca–. No sé quién es. Hace un par de años que vive en la casa que está más hacia el sur, por la playa. ¿Vos sabés cómo se llama, Mark?

–Ni idea. Es muy arisco. Ni siquiera lo veo en el pueblo.

–Tiene una mujer –comentó Rebecca, sin darse cuenta de la opresión en el pecho que me causaban sus palabras–. Una señora mayor, que le limpia la casa –aclaró, y el alivio que me hizo sonreír–. Es tan arisca como él. Intenté darle charla en la verdulería y me cortó en seco.

El último comentario me alivió un poco, en general. Ya sabía que tenía un carácter bastante insociable y áspero, lo que no me esperaba, es que lo tuviera con todo el mundo. Tal vez solo era así por naturaleza, como fuera, me daba esperanzas.

A la mañana siguiente, me trasladé dando saltitos, preparé té y me senté frente al ventanal. No me preocupé, tampoco intenté resistirme –era inútil– cuando, al verlo en la playa con su pastor alemán, se me dispararon las pulsaciones.

Convencido de que pasaría de largo, me quedé perplejo cuando se detuvo frente a mi casa. Nos miramos a través del espacio brumoso del amanecer. Me instaba a levantar la mano y a saludarlo para simular un poco de normalidad. No lo hice. Permanecí quieto, la vista fija en la de él, que no se adivinaba en la oscuridad que la capucha le echaba sobre el rostro. Yo evocaba sus ojos rojos y la intensidad rabiosa con que me habían mirado el día anterior en contadas ocasiones.

Me removí en la silla, nervioso, cuando el corredor solitario se encaminó hacia mí, con la cabeza hacia adelante y aire vencido. Me puse de pie y salté hasta la puerta trasera. Abrí.

–Buen día.

–Buen día –me respondió con su voz gruesa y sin despejarse la cabeza-. ¿Cómo anda el pie?

-Me molesta un poco. ¿Quiere pasar a tomar un té? Acabo de prepararlo.

-Yo... -Miró hacia atrás, como si algo a sus espaldas le interesase; se volvió de nuevo hacia mi; me miró; otra vez lo hizo a la nada; clavó la vista en el perro, que esperaba su decisión, jadeando. -No quisiera importunar.

¿Importunar? Usaba expresiones pomposas.

-Para nada. Además me gustaría agradecerle como se debe lo que hizo ayer por mí. Pase.

Masculló una orden al pastor alemán, que se echó en el felpudo de la galería.

-¿Quiere agua para su perro?

-Sí.

Fui dando saltitos a la cocina y llené un bol de acero inoxidable.

-Gracias -dijo entre dientes, como si le costase pronunciar la palabra, y se quitó la capucha. El pelo oscuro y desordenado le donaba un aspecto juvenil.

-¿Cómo se llama? El perro -aclaré.

-Killer.

-Killer. Asesino -traduje-. Da miedo.

-Es la idea. Pero no se preocupe, está entrenado. Solo atacará si yo se lo ordeno.

Se alejó con el agua. Lo observé a través del vidrio mientras depositaba el recipiente frente al animal, que bebió con legüetazos codiciosos. Me gustó que le acariciase la cabeza y que le hablase. Por primera vez lo veía dirigirse a otro ser vivo sin la tensión ni la cortedad de genio que destinaba para mí.

-Gracias -volvió a decir cuando se sentó a mi lado frente a la ventana-. Por el agua para Killer.

-¡No es nada! -dije, sonriendo, con un tono que desestimaba el asunto.

-No todos habrían advertido la necesidad de un animal.

Bebí en silencio. Lidiar con ese hombre era un ejercicio mental que me mantenía tenso y alerta, a la vez que me hacía sentir vivo. Iba a entregarle una taza de té cuando la retiré.

-Discúlpeme, pero tengo una regla que no violo jamás. -El corredor aguzó los ojos y apretó las cejas para mirarme con desconfianza. -Nunca comparto el té con alguien de quien no sé el nombre -sonreí para indicarle que era una broma.

-Damien -dijo, y por la forma en que lo masculló, a mí me supo a una iracunda confesión.

-Damien. Es hermoso.

El corredor, más bien Damien -me encantaba su nombre exótico-, sorbió la infusión con la vista clavada en el horizonte de tonalidades naranja y rosa.

-¿De qué origen es su nombre?

-Griego. -Se mantuvo callado mientras yo agregaba azúcar al mío. - "El domador" o "el que amansa". La segunda interpretación se refiere a el consagrado al culto de Damia, el sobrenombre de la diosa Cibeles. Es un nombre curioso -concluyó-. Así que le duele el pie.

-No duele, pero late, y es muy molesto.

-¿Tomó el antibiótico?

-Me toca por la tarde. Hablando de eso, aquí tengo el dinero...

-No se moleste -me cortó en seco-. No voy a aceptarlo. -Sin pausa, expresó:- Ayer me fijé en su página de internet. Tiene diez libros publicados.

Me fascinaba la montaña rusa por la que me paseaba ese hombre con tan solo una mirada, un gesto o unas palabras. Que hubiese estado en mi página web me halagó tanto como si me hubiese dicho: "Usted es hermoso".

Le interesaba mi actividad. Formulaba preguntas inteligentes y quería saber cómo había logrado el éxito. Le conté que, además de mis propios libros, también ilustraba los de algunos y algunas colegas, y le enseñé los más conocidos en mi iPad.

Me sorprendí mostrándole mi trabajo actual; era reacio a compartir con otros, aun con Leila, los diseños y dibujos que no había terminado, y aguardé, ansioso, su veredicto.

-Son excelentes -sentenció, sin muestras fatuas, y me provocó una alegría que hacía tiempo no sentía en relación a mi trabajo.

Al mover unas hojas para buscar un dibujo que juzgaba muy logrado, deje a la vista el que había esbozado del el y de su perro corriendo por la playa. Lo levantó con lentitud y lo observó en silencio. Su expresión resultaba indescifrable. Lo devolvió a la mesa con solemnidad. A punto de ofrecérselo, me contuve al oírlo decir:

-Tengo que irme. Gracias por el té.

-Un placer -balbuceé.

Se marchó sin darme tiempo a nada. Impedido como estaba, me quedé junto a la mesa, mientras él se alejaba. Me gobernó una sensación de fatalidad que borró de un plumazo la alegría de minutos atrás. Se cubrió con la capucha antes de abandonar la casa. El perro lo siguió sin aspavientos.

Por la tarde, pasó corriendo con Killer a su lado. No sé detuvo, ni siquiera levantó la mano para saludarme, tampoco miró en mi dirección. Se alejó. "Basta, Pip", me dije, enojado por la influencia que ese desconocido y antipático ermitaño ejercía sobre mí. La situación era ridícula, por lo que acabé sonriendo. Si alguien me hubiese observado, seguramente habría pensado que era bipolar.










Una vez en casaWhere stories live. Discover now