Pero más fea,

Ama es su nombre, Oh Ama, Ama.

Mientras caminaba hacia el grupo de jóvenes con las que se encontraba Jane, se obligó a mantener el cuello rígido y no girarlo en dirección al provocativo cantante que estaba inten- tando llamar su atención. Por su puesto, esa no era la letra original de la canción.

―Sin duda tienes un sentido del humor de lo más peculiar, Amanda ―exclamó Jane al verla acercarse.

Amanda sonrió ante las risas de las muchachas y se encogió de hombros justo antes de vaciar su copa de un trago. ¿Fácil de enojar ella? Iba a enseñarle a Callum su gran capacidad para ignorar burlas y estúpidos muchachos que disfrutaban gastándole bromas.

―¿Terminaste Jane Eyre, Alice? ―le preguntó a la joven pelirroja que estaba a su lado. Hacía tanto que no se reunía para charlar con amigas que se preguntó hasta qué punto el amor había sido considerado erróneamente positivo. Ahora que se encontraba atrapada en sus garras ella lo hubiera tilda- do más de enfermedad que de otra cosa.

―Sí, pero tengo que admitir que no me atrevía a leer en la soledad de mi habitación por las noches, como acostumbro y tuve que dejar la lectura para las mañanas, pues se me ponía la piel de gallina cada vez que Jane escuchaba ruidos por la noche.

Amanda asintió, recogiendo otra copa de vino de una ban- deja.

―Lo sé. Berta Mason es escalofriante, pero es probable- mente el libro que más he disfrutado en los últimos años. El señor Rochester es maravilloso.

―No sé qué decirte, Amanda, la provoca y se burla de ella tantas veces que no sé si querría besarlo o estrangularlo. Ad- mito que me enterneció en varias escenas.

Amanda suspiró recordando el libro. Adoraba a El señor Rochester incluso más que a Darcy, pues tenía cierta mali- cia que lo hacía más divertido que el otro personaje. A pesar de que ahora que estaba experimentando en su propia carne lo que la pobre Jane Eyre tenía que soportar de su malicioso patrón, no estaba tan segura de ello. La única diferencia entre Callum y Edward Rochester es que el último amaba secreta- mente a Jane Eyre y por eso la provocaba constantemente.

Al fin, el vino había comenzando a enturbiar su mente y a adormecer sus conciencia, justo como había ansiado. Sarah Richardson se acercó al grupo, con el atractivo Oscar junto a ella. Sin duda lo había elegido por su piel, pues aquel broncea- do dorado tan poco común en Inglaterra, hacía al muchacho irresistible, junto con su cabello oscuro y unos ojos del color de la miel escoltados por unas gruesas pestañas azabaches.

―Oscar, ninguna dama pueda apartar los ojos de ti ―le dijo su flamante dueña con voz risueña―. Tiene ascendencia italiana, no hay muchos ejemplares así en Inglaterra ―conti- nuó Sarah, dirigiéndose a ellas.

―Es magnífico ―concedió Jane a su lado―. Me recuerda a mi viaje a España. Los hombres eran tan hermosos, tan os- curos y distintos a los nuestros.

―Lo sé ―Sarah acarició el hombro de Oscar de forma inconsciente―. Cuando visité Sevilla y Granada quedé to- talmente prendada por la magia de esas tierras. La gloriosa claridad, los olores de su gastronomía, la arquitectura ára- be... Cuando vi a Oscar en el Andrónicus me dije que tenía que ser mío, pues me recordaba a ese mágico viaje al sur de España.

Amanda volvió a mirar al muchacho. También había sido su primera elección. Sus ojos muertos y vacíos le dieron un escalofrío y se alegró de haberse chocado con Callum, aun cuando el impacto hubiera puesto su mundo patas arriba.

―Mi primera elección también fue Oscar, pero acabé tropezando con Callum y entonces sonó el silbato ―dijo se- ñalando al muchacho.

Una de las chicas abrió los ojos desmesuradamente.

―¡No me digas que eres la ama del cantante! ―exclamó para inmediatamente girarse hacia otro grupo de mujeres―. Señoras, he encontrado a la afortunada propietaria de vuestra obsesión de esta velada.

Cuatro muchachas más jóvenes que ellas se acercaron como una llamarada de juventud y jolgorio, y se dispusieron a declarar lo muy admiradoras que eran de su siervo y lo afor- tunada que la consideraban.

«Pobres ignorantes», pensó ella vaciando otra copa.

Sarah insistió en que Amanda debía bailar con Oscar por haber sido este su primera elección.

Se dejó convencer, a pesar de no tener especial interés en bailar con un ente sin vida, por muy hermoso que fuera. Si era sincera consigo mismo tenía que admitir que se moría por bailar con el asno que tenía prendadas a todas las demás jovencitas del salón. Pero él tenía mejores cosas que hacer, como incrementar la producción de saliva de toda la sala con sus talentos escénicos.

Oscar, en conjunto con el vino, resultó ser mejor distracción de la que le había dado crédito en un principio. Sus manos eran extremadamente cálidas y la piel bronceada de sus meji- llas contrastaba deliciosamente con el color ambarino de sus ojos. A pesar de ello no lograba desentenderse del artista en el escenario.

—Vamos a tomar el aire al balcón —dijo a sus amigas a la vez que soltaba a Oscar. No obstante, estas se habían alejado unas yardas y el único que escuchó su «orden» fue Oscar que sin rechistar la siguió al balcón. Por suerte este estaba desier- to, y el aire refrescante de la noche logró aliviarla. Contempló el jardín con el hermoso lago en el centro y dejó que sus ojos se relajaran en la lejanía. A su lado, Oscar permanecía callado e inerte. Qué horroroso le pareció en ese momento. ¿Quién quería un compañero muerto y vacio?

La urgencia de su vejiga la obligó a moverse hacia la puer- ta. Casi se olvidó de Oscar allí en el balcón, tan acostumbrada como estaba a no tener que dar órdenes estúpidas a su propio siervo. Antes de cruzar la puerta miró por encima de su hom- bro.

—Busca a Sarah —le ordenó al muchacho y se marchó sin- tiéndose un tanto culpable por haberle hablado con tanto des- dén. ¿Qué culpa tenía el pobre de no tener ni atisbo de Callum en él? ¿Qué culpa tenía de no tener ni un atisbo de vida?

Cuando regresó al salón principal, la música se había dete- nido y un revuelo había invadido la sala.

―Oscar, querido ―oyó el lamento en la voz de Sarah y tuvo que asomarse por encima de varios hombros para des- cubrirla arrodilla en el suelo junto al cuerpo inerte de Oscar. La frente del joven estaba ensangrentada debido a un pequeño corte alojado en la sien.

Una señora de mediana edad se abrió paso entre la multitud mientras alegaba ser doctora. Con maestría rompió un pedazo de su camisa y lo mojó en champán para a continuación pe- dirle a Sarah que lo sostuviera con fuerza contra la frente del herido. También le pidió que se tranquilizara, tras tomar las pulsaciones del muchacho, asegurándole que se encontraba perfectamente y que se repondría del accidente.

Por supuesto, aquello supuso el final de la fiesta. Sarah dispuso que sus numerosos carruajes llevaran a sus hogares a los invitados que habían llegado caminando. Eso los incluía a ellos cuatro.

―¿Cómo ha sido el accidente? ―preguntó Amanda una vez estuvieron en el interior del formidable transporte. Las cortinas de las diminutas ventanas destacaban por sus tonos ambarinos a la última moda. Los cascos de los caballos co- menzaron a resonar rítmicamente contra el suelo de piedra al mismo tiempo que el carruaje emprendió su movimiento de vaivén.

―Ha caído por las escaleras de la terraza, pero no entiendo cómo ha ocurrido, con lo despacio que se mueven ―contestó Jane, acicalándose frente a un pequeño espejo que extrajo de su bolso.

―Pero yacía en el salón... ―observó Amanda confusa.

―Uno de los siervos lo izó en volandas y lo transportó al interior de la sala ―explicó Jane―. Es una pena que Callum no pueda razonar o él nos diría exactamente cómo ha ocurrido.

Amanda sintió que su corazón daba un vuelco que nada tenía que ver con el movimiento del carruaje.

―¿Qué quieres decir? ―preguntó despacio y temerosa de la respuesta.

Jane apartó la mirada de la ventanilla para observarla con el ceño fruncido.

―Bueno, pues obviamente porque él estaba en la terraza con Oscar cuando este sufrió el accidente.

Un Siervo para Amanda (El Ángel en la Casa)जहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें