Capítulo 1: Noah

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—Noah, ¿qué te queda? —gritó mi padre desde la cocina.

—Casi estoy.

Todavía seguía recogiendo mi habitación, pero, como cada jueves, cenábamos con unos amigos de mis padres, Logan y Elizabeth Smith. No solo eran simples amigos, sino nuestra familia, y nos comportábamos como tal. Tanto que, en el mismo año en el que mi madre se quedó embarazada de mí, también lo hizo Elizabeth de Jacob.

Ay, Jake... Había sido mi hombro en el que llorar, mi compañero de travesuras, mi mejor amigo... Exacto, había. En pasado.

—¿Luego puedo pasarme por casa de Anna? —pregunté bajando las escaleras.

—Solo si vuelves temprano —contestó mi madre, y asentí.

Mamá, la jefa del área de neurocirugía de uno de los hospitales más importantes de Los Ángeles, nos contó que había atendido a un hombre con la enfermedad de Huntington. Su trabajo era admirable, y ella como persona también.

Solía hablar de sus pacientes, de los tratamientos, de las soluciones y yo atendía a cada palabra que decía. Reconocía tener a mi madre idealizada, pero su positividad y afán por mejorar eran inigualables.

¡Y cómo no! La casa de los Smith estaba solo a unas cuantas calles de la mía. No era extraño pasear por ese barrio y encontrar casas de todos los tamaños, pero, en especial, la de ellos era enorme. Todo con lo que soñéis tener en una casa, ellos lo tenían; desde gimnasio hasta sala de cine. Se podría decir que pertenecíamos a la realeza de California, aunque sonase presuntuoso. Pero ¿quién no conocía el bufete de abogados Smith? ¿O quién no había pasado alguna vez por delante de las oficinas de Anderson Enterprises? Aquello acarreaba haber asistido a colegios privados y relacionarse con gente adinerada.

En conclusión, me había criado en una cuna de oro, igual que el resto de mis amigos.

—Buenas tardes, señor Anderson —saludó Logan haciendo el tonto.

—Monsieur —contestó mi padre siguiéndole el juego.

—Nunca vais a cambiar, de verdad —añadió Elizabeth.

—¡Noah, Noah! Ven conmigo. Tengo que enseñarte algo —gritó Allison, la pequeña Smith.

Allison, con el cuerpo y la vida de una cría de diez años, tenía el pensamiento de un adulto. Y era la viva imagen de su hermano mayor: ojos azules y sonrisa pícara. En cambio, ella era rubia y él más castaño. Solo entrando a su habitación ya podías definir cómo era: perfeccionista, ordenada y limpia. Sí, esa última sería la mejor palabra para definirla.

Por el contrario, yo era un absoluto desastre. Excepto para los libros. Ahí las dos éramos iguales. Un libro para nosotras era una muestra de afecto y lo cuidábamos cómo se ha de hacer con el amor: con cariño.

—¿Cómo te ha ido por ahí? ¿Has ligado? Cuéntamelo todo —suplicó.

Lo que os decía, Allison no preguntaba por la ropa que me compraba. Le interesaban más los chicos con los que salía.

Había pasado el último mes de verano en España con mis abuelos maternos. Mis padres se habían conocido en la universidad cuando mamá estaba de intercambio. Su historia de amor comenzó con el típico cliché: mi madre tropezó y se fracturó el tobillo. Mi padre, que pasaba por ahí, la llevó al hospital. Tuvieron un par de citas, se enamoraron y mi madre no volvió a España.

—No ha ocurrido nada interesante que no te haya contado ya, enana.

«Solo he ido a muchas fiestas, he conocido a varios chicos y me he liado con ellos. Pero, quitando eso, nada reseñable».

—¡Chicos, la cena está lista! —gritó Liz desde la planta baja.

Cuando bajamos ya estaban todos sentados en la mesa.

Al ver a Jacob, desde el mismo lugar que siempre, recordé que no era el típico chico que pasase desapercibido. Pertenecía al equipo de fútbol del instituto, así que su cuerpo era todo fibra y músculo. Y, además, no era feo, sino todo un playboy: alto, mirada penetrante y sonrisa torcida.

«¡Basta, Noah!».

Al contrario que todas las chicas, que con solo una mirada ya se les caían las bragas, yo era inmune a sus encantos. Rectifico, a ciertos encantos. Que no nos dirigiésemos la palabra no tenía nada que ver con que yo no me fijara en su cuerpo de deportista.

Mi padre repartió la pizza en platos y Jacob, para mi sorpresa, me pasó uno.

Fue raro. En otras circunstancias no lo hubiese hecho. Él iba por su lado y yo por el mío.

Tampoco me pasó desapercibida que su mirada se desviase cada pocos minutos hacia mí. ¿Tendría tomate en la cara?

Al final, terminé prestando más atención a la conversación de mi padre sobre fútbol que a su extraño comportamiento.

—Entonces, ¿Noah puede venir?

Me sobresalté al escuchar mi nombre, o más que por eso, por escuchar decírselo a él.

—Sí, claro —contestó mi madre.

—¿Nos vamos ya? —propuso Jacob.

—Sí.

¿Sí? ¿Cómo que sí? No sabía siquiera adónde íbamos.

Jacob me desconcertaba, y me ponía nerviosa. Todo a la vez, y no solo porque no hubiésemos estado solos desde hacía años.

Un día antes de marcharme a España, Anna me había preguntado por qué él y yo no hacíamos las paces.

Recuerdo haberme reído tanto que el karma me jodió y después, no dejé de pensar que lo que habíamos tenido de pequeños era solo eso: la infancia.

Le había estado dando muchas vueltas a la cabeza, pero siempre llegaba a la misma conclusión: nada cambiaría entre nosotros.

A veces, lo que creemos imposible, nos sorprende.

—¿Dónde vamos? —me atreví a preguntar.

—Con los chicos. Anna y Mary estarán ya allí.

Sí. Exacto. Nuestro grupo de amigos era el mismo. ¿Acaso os extrañáis?

Las que se habían convertido en mis mejores amigas, Anna y Mary, se acercaron saltando y gritando como si aún tuviesen tres años.

—¿Cómo estás, españolita?

—¡Estás negra, zorra! —bromeó Anna a carcajadas.

La primera vez que vi a Mary fue en las pruebas para entrar al equipo de natación sincronizada. En cambio, a Anna la conocí el primer día de colegio. Años más tarde terminamos asistiendo al mismo instituto. Ellas se hicieron amigas, y ahora vamos juntas a cualquier lado. Somos como los dibujos animados de Las Supernenas.

Sentados en un banco estaban Peter, el novio de Anna; Julian, Martin, Edward y Beth, la novia de Mary. La mayoría habíamos estado en la misma clase desde los tres años —excepto Bethany y Mary—, y siempre habíamos sido una piña.

—No sabes la envidia que me das habiéndote perdido la primera semana de clase —exhaló Jules. Había llegado hacía apenas dos días y seguía melancólica por haber dejado mi querida España.

—Las playas allí son preciosas. Siempre hay sangría y fiesta —contesté dándole aún más envidia.

Me abuchearon, como era normal, pero después de un mes volvía a sentirme en casa, con mis amigos, y no podía estar más contenta.

Sentimientos ocultos *primeros capítulos* (YA EN LIBRERÍAS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora