8. UNA GRAN NOCHE

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Cada día nos quedaban menos días para estar juntos, llegaba Nochevieja y ya solo nos quedaría un día para estar juntos, después, el día dos volveríamos a Roma y nos separaríamos definitivamente. Y sí, es verdad, que Marco me juraba y perjuraba que seguiríamos siendo amigos, que no quería perderme y que quería que le llamara y que si no lo hacía yo, lo haría él, pero teníamos que ser realistas, él seguiría siendo un gigoló y yo una pobre chica sin novio. Así, que despertaríamos de aquel sueño que estábamos viviendo. Aun así, creo que ninguno de los dos quería renunciar a vivir lo que nos quedaba de aquel sueño maravilloso en el que éramos dos novios enamorados. Por eso afrontamos aquel penúltimo día juntos con mucha ilusión.

Nos levantamos hacia las nueve de la mañana, le dije a Marco que tras desayunar quería ir a pasear con él, porque según la tradición aquel era el día en que sale a la calle "el hombre de las narices" que tiene tantas narices como días tiene el año. Era una tradición que había seguido desde pequeña con mi padre y siempre que íbamos a pasear me decía: "Hija, fíjate bien a ver si vemos al hombre de las narices", Y cuando volvíamos a casa mi padre siempre me preguntaba si lo había visto, yo le decía que no y él me decía que él si lo había visto. Yo siempre me preguntaba como podía ser eso posible, y no fue hasta que fui mayor, con unos 10 o 12 años, que "el hombre de las narices" podía ser cualquiera, porque aquel último día del año, solo tenía una nariz y no las 365 que yo siempre había pensado. Cuando le conté la historia a Marco le hizo gracia y dijo:

— ¡Qué inocentes son los niños!

— Sí, la verdad es que sí. Espero que algún día podré hacer con mis hijos, lo que mi padre hacía conmigo.

Estábamos terminando el paseo, y llegábamos ya a casa.

— ¿Te gustaría tener hijos? — me preguntó.

— Sí, por lo menos un par, ¿a ti no? — le pregunté yo tanteándolo un poco.

— Sí, la verdad es que sí, pero no sé, creo que tendrían que cambiar muchas cosas en mi vida, para eso — apuntó.

Y tenía razón, su vida tenía que cambiar mucho para que algún día se propusiera tener hijos.

— Ya, pero en tus manos está hacer esos cambios, ¿no crees? — le dije sacando la llave de mi bolso.

— Sí, desde luego.

Puse la llave en la cerradura, y abrí la puerta de la verja y entramos.

— No pensarás ser un gigoló toda la vida — añadí.

— No, y además supongo que no podré hacerlo toda la vida, pero nunca me he planteado que haré cuando llegué el momento de dejarlo.

Dijo, mientras cruzábamos el jardín, hasta llegar a la casa. 

Por la tarde ambos nos preparamos para ir a la fiesta de Nochevieja con mis amigas, habíamos decidido tomar las uvas todas juntas en la sala de fiestas, donde se celebraba la fiesta, sería una fiesta con poca gente, solo conocidos y amigos; según me contó Vicky no seriamos más de 100 personas, y la sala no era muy grande, otros años ya lo habíamos hecho así. Alquilábamos un local que era para eso, para hacer fiestas, cada uno ponía determinada cantidad y con eso pagábamos el alquiler de la sala, las bebidas, algo de comida, las uvas y al d.j, que pondría la música.

Para aquella noche, yo había elegido un vestido corto negro de manga larga, con escote en V. Cuando Marco me vio con el vestido se quedó embobado:

— ¡Joder, estás preciosa! — me dijo.

Yo acababa de salir del baño, donde me había vestido y peinado, con un moño alto.

— Tú también estás muy guapo — le dije.

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