𝗶. sturniolo es el apellido

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Quisiera decir que por una vez en mi vida me había dignado a levantarme antes que el sol terminara de asomar, pero aún seguía siendo muy temprano para mentiras. O al menos, para otra más. Me apresuré en bajar las escaleras y acomodarme la correa del bolso, no sin antes despedirme de mamá y papá con un beso en la mejilla.

Durante toda mi vida, he oído que mentir es malo. Eso es una mentira. Si alguno de mis padres descubriera que no voy camino a la universidad, no volverían a hablarme en sus vidas. En un caso como este, no me cabe duda que tomé la elección correcta al ocultarles la verdad.

Sí, prefiero llamarlo así.

Monté mi bicicleta y dejé a mi cabello ser libre junto a la fresca brisa que golpeaba mis mejillas con gentileza. En una época como esta, cada pedalada que daba no hacía más que recordarme lo rápido que pasa el tiempo, y en mi interior, por más que deseaba ignorarlo, claro estaba que solo bastaba la llegada del verano para que mi pequeño secreto pudiera verse amenazado.

Poco a poco, comencé a detener el movimiento de las ruedas en tanto me esforzaba por traer a mi cabeza de vuelta al presente. Con cuidado, estacioné mi bici en el árbol de la esquina como de costumbre y di un profundo suspiro antes de adentrarme al lugar que por tanto tiempo me ha hecho feliz.

—Tarde, otra vez.

No me tomó ni dos segundos reconocer esa particular voz. Me limité a encoger los hombros en señal de resignación para luego apresurarme por hallar a la mujer entre toda la multitud y darle un abrazo.

—Empezamos intensa la mañana por lo que veo, madrina —dije mientras buscaba una cara que me pareciera amigable de atender.

—Intensa será la carta de despido que te entregaré si no te pones manos a la obra en este momento.

Sabía que estaba bromeando. Su sentido del humor es mi cosa favorita de ella madrina, eso y su pasión por la moda. Por desgracia, ambas cosas terminaron por convertirla en la oveja negra de la familia, y me temo que yo estoy corriendo la misma suerte.

Esbozando una mueca burlona en respuesta, di oficialmente por iniciada mi jornada laboral. Si cuando llegué a la boutique creía que estaba siendo invadida por montones de compradores compulsivos dispuestos a vaciar sus carteras con tal de no quedar fuera de la última tendencia, no tenía idea de lo que me esperaba un par de horas más tarde. Estaba tan repleta de personas que apenas había lugar para el oxígeno, y el termómetro de pared me restregaba una y otra vez en la cara los generosos 38°C que lo adornaban. Según internet, una ola de calor no es motivo para tramitar una licencia médica, aunque a mi parecer debiera serlo.

Encendí manualmente los tres ventiladores que colgaban del techo, sin antes treparme del visillo para poder alcanzarlos.

Justo ahí sucedió. Fue como si los dioses del Olimpo hubiesen bajado de un solo brinco directo al local para castigar a todos los clientes por codiciosos. El remezón que nos impactó hizo que resbalara de cara al suelo tal como un mono de una liana. Podía sentir como el rosa comenzaba a aparecer en mis mejillas, solo para que después mi madrina se encargara de transformarlo en el más ardiente rojo.

—¡Alegría, que no pasa nada! —exclamó—. Peque, asómate a ver qué fue ese temblor.

De no ser por mi caída, hubiese ignorado su petición por completo. Por desgracia, la vergüenza no es una razón válida para cambiar de nacionalidad, aunque sí lo es para huir lo más lejos posible de la ciudad hasta que nadie pueda encontrarme. En cuanto coloqué un pie sobre la acera, me dispuse a lograr mi cometido, pero cuando fui en busca de mi bicicleta descubrí al verdadero culpable tras mi miseria justo ahí, en plena escena del crimen.

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