Ataraxia

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Ningún problema verdadero tiene solución

Ciel no podía recordar la última vez que, en su mente infantil, imaginó a una anciana cualquiera como una bruja, pero por más que se esforzaba, no podía alejar la idea de que la abuela de Elizabeth iba a convertirlo en una bestia si se sentía ofendida, como en el cuento de Villeneuve.*

Aquella inmensa mujer le provocaba una incertidumbre extraña, o quizás era su enorme vestido negro y el sombrero que agitaba sus plumas incesantemente, o tal vez la verruga de su mentón, o esa voz con la que también podría sospechar que se trataba de un varón disfrazado, algo bastante probable dada la fuerza sobrehumana que había demostrado al mover con una sola mano, la silla de hierro forjado del jardín para cambiar su lugar a uno más cerca de su nieta.

Estaban en el jardín, porque esa mujer aseguró que hacía demasiado calor en la casa y no podía respirar, por lo que dispuso que desayunaran afuera, quisieran o no.

Lizzy, por su parte, la tomaba como si fuese la dulce anciana desvalida que claramente no era.

Desvió la mirada a su tía, callada y serena como jamás creyó imaginarla, y se preguntó si ella concebía los mismo absurdos pensamientos que él, o tenía en su conocimiento razones más lógicas para mantener su recelo.

Volvió la vista a su plato, si conseguía terminar el desayuno, podía fingir una reunión y desaparecer, así que se apresuró.

—Está bien —dijo la Marquesa sin prestarle atención cuando presentó sus excusas, por lo que hubiera sido igual decirle que simplemente no quería estar ahí.

—¿Necesitas a Sebastian?

—¿Qué?

—Es que parece que últimamente se encuentran muy a gusto los dos.

Frances sacudió levemente la cabeza. Realmente no creía que Ciel siquiera sospechara lo que había ocurrido en los últimos días, con todo y que, según le dijo el propio mayordomo, estaba al corriente de los deberes que solían requerirse por parte de los sirvientes, ya que había intentado ofrecer a Sebastian al duque de Cornwally.

—Con tanto trabajo por hacer, siempre es bueno contar con gente competente.

—¡Oh! ¡Ya entiendo! —exclamó cierto tono de broma, tan poco usual en él —¡Sí que ha progresado! De indecente pasó a competente, en otros diez años entonces lo consideraras confiable y en diez más te casarás con él.

—No digas tonterías —le dijo, finalmente mirándolo —. Podría ser mi amante, pero nunca mi esposo.

Ciel se quedó perplejo, si el día había empezado raro, tenía que huir de ahí cuanto antes.

¿Sebastian y su tía?

Eso iba en contra de las leyes naturales del mundo. Seguro una tragedia se desataría si esos dos llegaban a un entendimiento de cordialidad auténtica. No había conocido, hasta el momento, otro ser humano capaz de lograr que un demonio resoplara nada más verla.

Por un instante los imaginó como en una escena de cortejo de cuadro renacentista, y le horrorizó solo imaginar vagamente a su tía consintiendo que Sebastian se acercara a ella como solía hacer con las mujeres de las que buscaba alguna información.

Sacudió la cabeza con fuerza. Estaba seguro de que ni siquiera su esposo la había vuelto a tocar luego del nacimiento de Elizabeth, cuando dio por cumplido su deber de dar un hijo varón para heredar y a la niña de sus ojos.

Tuvo un escalofrío. Era bastante raro pensar en su tía como una mujer.

—Voy a estar en mi despacho.

El adagio del cuervoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora