Camelo

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Todos mienten; pero no importa porque nadie escucha

Ciel acababa de ganar -nuevamente- la partida de ajedrez con su prima, y ello supondría el hastío para una persona normal, sobre todo siendo la décima o tal vez undécima vez que ocurría en tan solo una tarde. Sin embargo, Elizabeth Midford no era normal, no en términos que usara su primo para calificarla sin que ella se diera cuenta de eso.

Sebastian suspiró cansinamente, más como un protocolo autoimpuesto que por una necesidad real. Aquello le resultaba irritante, pero no expresó sus pensamientos. Se limitó a esperar la indicación de acomodar las piezas tras la breve explicación del porqué Elizabeth había perdido.

A propósito de lo cual, también creía que eso era absurdo.

¿Cómo iba a ser posible que un genio de la espada no pudiera comprender temas de estrategia?

Mentirosa. Acusó mentalmente a la chiquilla que embelesada miraba a su prometido y sin dejar traslucir su juicio, se prestó inmediatamente a acomodar el tablero.

—Tía Frances ya debió haber terminado la cena —dijo con seguridad el amo sin mirar a su sirviente, este asintió quedamente, hizo una reverencia y enseguida se retiró de la habitación.

¿Qué pretendían lograr? Nada, absolutamente nada, Ciel fingiría no darse cuenta, ella seguiría llevando el teatro y a él mismo no le restaba más opción que ser parte del elenco.

Bajó las escaleras sin prisa alguna, la Marquesa no le esperaba, de hecho, había expresado su deseo de que no se le interrumpiera mientras, después de quince años, prestaba su talento para la cocina en conmemoración a la fecha feliz y dichosa en que se habían dejado de dar largas al compromiso Phantomhive-Midford. Así pues, el mayordomo y el cocinero habían sido relevados de sus funciones.

Bard fumaba al pie de la escalera, solo dirigiendo una mirada a su superior inmediato en la casa, ni siquiera le fue permitido servir de asistente, pues esa función la cumpliría Paula, por lo que la sensación de inutilidad acrecentaba las ganas de terminar en menos de una hora con la cajetilla de cigarros. Aunque tampoco era que en otras circunstancias sirviera de mucho en esos aspectos.

—¿Ya ha terminado? —preguntó el mayordomo logrando el cometido de incomodar al hombre que no se veía particularmente feliz por la intromisión en su espacio donde "ni siquiera el mayordomo puede levantar la voz".

—Creo que ya.

—Bien, entonces acomodaré el salón de recepciones, encárgate por favor de subir la vajilla italiana, y que Mey-Rin saque la mantelería blanca de Austria. Finny ya debe de haber regresado con Snake del invernadero, si es así, que bajen todo del carruaje y lo dejen en el pórtico ¿Entendido?

Bard asintió.

No sabía por qué se molestaba en darles las órdenes si él terminaría haciendo todo de nuevo veinte minutos antes de que llegaran los invitados.

Movió la cabeza de un lado a otro, se ajustó los guantes y con un empujón abrió las inmensas puertas que, en otra casa, debieran ser dos sirvientes quienes a jalones lo consiguieran. Grande fue su sorpresa en ese momento cuando encontró con que al menos doce personas terminaban de pulir pisos, cristales y extendían lienzos de organdí y puntilla manteniéndose en espera por las nuevas indicaciones.

—Quiero un arco de rosas blancas que cruce de ahí a ahí, y nada de flores deshojadas, deben ser frescas —ordenó la marquesa de pie en el centro, luciendo delantal blanco impecable que hacía completamente inaudito el hecho de que hubiera salido de la cocina.

—¿Marquesa? —preguntó desconcertado, no sabiendo si debía ponerse a su servicio o retirarse como se le había ordenado ya tres veces en el día.

El adagio del cuervoWhere stories live. Discover now