No lo miro, clavo mi mirada en el suelo.

—Él te necesitó y aún así decidiste irte.

—Mi padre lo decidió, sabes que es así. No me puedes culpar por ello, él fue el que tomó la decisión.

La que se ríe ahora soy yo, otra risa que no es genuina.

—Sólo me sorprendió que fueras un cobarde que no pudiera enfrentarlo, sabiendo que te necesitaba y te alejaba solo por su dolor.

—¿Tú podrías enfrentarlo? —inquiere— Desde que eres su nueva persona favorita, incluso más que mi hermano. Lo vi ayer, no dejaba de hablar de ti.

—¿Están bien?

—Lo están. No respondiste mi pregunta.

Levanto la mirada, sintiendo mi cuerpo cosquillear.

—No lo sé.

—No vuelvas a decir que soy un cobarde, sabes que no lo soy.

—No vuelvas a asumir que hice llorar a muchas personas —digo con firmeza, aunque no lo siento así—. Sé lo que puedo ser, Asier, pero si regresarás a recordarme lo horrible que soy como cuando éramos niños, entonces seré todo lo que dices.

Eso lo deja en silencio, como si de pronto recordara todo lo que tuve que aguantar de él.

—Ayer fui a tu casa, por orden de papá, pero no había nadie —dice.

—Sí, es una larga historia —me limito a responder—. Necesito ir a la casa de tu familia.

—Hay algunos guardias custodiando los pasajes principales, pero no te preocupes, iremos juntos.

—No te necesito.

—Sé que no lo haces, pero vamos al mismo lugar.

Vuelvo a dirigir la mirada al final del callejón y luego hacia su figura. Luce mayor, luce limpio, decente. Incluso huele bien, antes olía a tierra. Parece más seguro de sí mismo que la última vez, es notorio que ha crecido. Puedes notar lo que ha vivido una persona en su mirada, si se muestran inseguros, tímidos, sometidos o se muestran confiados, sonrientes, audaces. Su mirada no es como la de su padre, no es como la de su hermano.

No sé si eso debería asustarme, pero es información que guardaré para el futuro.

Caminamos lado a lado en dirección a su casa, los guardias siguen rondando todo el perímetro cercanos a la casa roja, lo que llama mi atención pero no menciono nada. Cuando cruzamos por el lado de la casa roja, veo como algunos guardias entran por su servicio, pero llama mi atención como sacan a una de las mujeres que trabaja allí.

—¡Me pagaron! ¡Lo prometo! —llora.

—Tendrás que defender tu caso ante la corona —masculla uno de ellos.

No alcanzo a ver su rostro, ya que se retuerce demasiado intentando zafarse de su agarre. La señora roja observa el evento sin inmutarse, sin importarle que se llevan a una de sus muchachas.

Siento una mano áspera aferrarse a la mía, de reojo veo como él sonríe un poco.

—¿Quieres morir? —inquiero.

—¿Morir de amor? Claro que sí, amor —dice como un caballero meloso de alguna novela de esas que lee Emerick—. Buenos días, guardia real.

El guardia levanta la cabeza en forma de saludo.

Seguimos avanzando en silencio, un silencio incómodo que me pone de mal humor, porque a él parece divertirle todo lo que hago. Mi sola existencia parece convertirme en su bufón personal.

En medio del abismoWhere stories live. Discover now