24. Déjame escucharte

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—No se te olvide llevar a Maki al veterinario, ¿de acuerdo?

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—No se te olvide llevar a Maki al veterinario, ¿de acuerdo?

Bajé la taza de café y miré a mi padre con las cejas alzadas. ¿En serio tenía que recordármelo? Él era mi gatito, mi mejor amigo. Había sido responsable de su crianza desde el primer momento en el que me lo pusieron en el regazo. En sus seis años de vida, lo había llevado anualmente a ponerse sus vacunas de refuerzo y me había encargado de comprar pastillas para desparasitarle cada pocos meses.

Cuando era más pequeño usábamos pipetas, pero después de una dura infestación que no era capaz de eliminar (y de que las pulgas me acribillasen los tobillos por la noche), descubrimos que las pastillas eran mucho más efectivas.

Mi padre comprendió mi mirada y puso los ojos en blanco.

—Vale, no te vuelvo a decir nada...

Lancé otra mirada a la esquina de la mesa, donde había un cuenco con pienso. Ajeno a loq que le esperaba el día de hoy, Maki comía feliz.

Había hecho la reserva en el veterinario hacia casi un mes. Tenía que llevarle los sábados por la mañana porque entre semana estaba un poco atosigada con las clases y los trabajos para el instituto. Era lo malo de ser estudiante de último año.

—Sabes que te dirán que tiene que perder peso, ¿verdad?

Me volví hacia Alex con el ceño fruncido. A su lado mi padre asintió dándole la razón.

Al ver mi cara de indignación Alex me guiñó un ojo, y aunque mi alborotado corazón quiso dar un vuelco, me las apañé para mantener la expresión de enfado. ¡Nadie se metía con Maki en mi presencia!

Volví a mirarle comer y dije:

—No le escuches, chiquitín. Tú estás perfecto. Eres mi bebé precioso.

Como si supiese que hablaba con él, Maki se volvió, me miró con sus grandes ojos, y continuó comiendo.

—Sí, pero pesa siete kilos —continuó Alex.

Giré el rostro hacia él con rapidez.

—¿Cómo lo sabes?

—Me he pesado con él en brazos y sin él. El cálculo era fácil.

—Mira que te gusta fastidiar...

—Lo digo por su bien. Y tampoco es que coma tanto, pero deberíamos jugar más con él. Con unos veinte minutos al día bastaría, pero todos los días. Sin escaquearse.

Me gustó que dijera "deberíamos" y no "debería". No pude evitarlo y una tonta sonrisa se filtró en mi rostro. Por fortuna, mi padre desvió la atención.

—¿Por qué no vais los dos al veterinario? —Propuso—. Maki siempre se porta muy mal.

Asentí con la cabeza para darle la razón.

Un Perfecto DesastreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora