Capítulo 4

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ROMEO


El sábado me desperté sin alarma, con la luz del sol en la cara. Los sábados nos turnábamos para atender la librería y este le tocaba a Lucía. Los domingos cerrábamos. Me quedé en la cama hasta desperezarme y después me di una ducha fría para librarme del calor durante unos minutos y empezar el día con la mente despierta. Preparé café con la toalla enganchada a la cintura y desayuné desnudo en el sofá, en mi pequeño paraíso. Esa mañana me apetecía dulce, le puse mermelada a las tostadas. El café siempre lo tomaba sin azúcar y con un poco de leche, a veces le añadía canela o esencia de vainilla.

Me gustaba empezar el día en silencio, solo con el ruido de los transeúntes en las mañanas veraniegas colándose por la ventana. Después de desayunar me tumbé y empecé una lectura nueva que elegí al azar de mis estanterías. Como todo lector empedernido, tenía montañas de libros pendientes, era algo incorregible. Si lo pensaba en frío, era imposible estar al día con las lecturas si por cada dos libros que terminaba me compraba tres nuevos, pero que nadie me pidiese que dejase de hacerlo.

El móvil vibró a mis pies y lo ignoré a conciencia, apartándolo con un pie hasta esconderlo debajo de un cojín.

A mitad de la mañana mi paz se vio interrumpida por la música de mi vecino. La melodía traspasó las paredes y me acompañó durante la lectura. Al principio apreté el libro con fuerza, molesto pero controlándome, y poco a poco fui relajándome hasta que la música dejó de molestarme y me percaté de que la seguía con un movimiento del pie.

El vecinito tocaba muy bien. Menos mal. Entonces recordé lo mal que lo había tratado aquella horrible mañana y tuve que dejar de leer porque ya no podía concentrarme. Tenía que hacer algo para redimirme. No quería molestarlo y seguro que se tomaba mal que lo interrumpiese, no se esperaría nada bueno al verme por la mirilla. ¿Qué podía hacer?

Mis ojos cayeron sobre el taco de notas que había dejado en la mesa; a veces me gustaba añadir anotaciones en los libros y prefería dejarlas pegadas con una nota adhesiva.

Cogí un boli y sonreí por mi genial idea.

Cogí un boli y sonreí por mi genial idea

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Después de un par de horas tocando necesitaba despejarme, y me entró un antojo terrible de helado. Así aprovechaba y compraba pan para la comida. Me vestí con un pantalón corto y una camiseta blanca y me recogí el pelo en una coleta antes de salir solo con las llaves y cinco euros en el bolsillo. En la calle de enfrente había una panadería donde también vendían bollos y helados. Poco después del amanecer toda la calle se inundaba del olor de la bollería recién hecha.

Cerré la puerta de un tirón, bajé por las escaleras y crucé la calle en tres zancadas, no solían pasar muchos coches por aquí. Elegí dos tarrinas de helado: una de dulce de leche y otra de tarta de queso. Y una barra de chapata. Los bollos me pusieron ojitos desde el mostrador, pero me resistí; bastante tenía con los helados.

La melodía del corazónWhere stories live. Discover now