━ 𝐗𝐂𝐈𝐕: Los números no ganan batallas

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—Cada vez tengo más claro que es la segunda opción —bromeó el sajón, siguiéndole el juego y ocasionando que una risita se escabullera de la garganta de Guðrun—. No hay ningún barco que vaya a partir pronto hacia en Inglaterra y en Kattegat me siento bastante fuera de lugar. Incluso algunos me siguen tratando como un esclavo. —Su nariz se arrugó al articular aquello—. No tengo nada que hacer allí.

Al oírlo, la joven realizó un mohín con la boca.

—Y no se te ha ocurrido nada mejor que venir aquí, al ojo de la tormenta —ironizó ella luego de terminarse lo que le quedaba de cena—. Curiosa manera de aprovechar tu recién otorgada libertad. —Se chupeteó los dedos y dejó el cuenco en el suelo, junto a sus pequeños pies. Seguía teniendo hambre, pero al menos las gachas aplacarían su apetito durante unas horas.

Ealdian se encogió de hombros. Se había recogido parcialmente el pelo para que no le molestase, dado que se lo había dejado crecer y ahora le llegaba por la mitad del cuello, y se había arreglado la barba. La libertad le sentaba bien, de eso no cabía la menor duda.

—Dicho así suena bastante estúpido, la verdad.

—Hombre... Un poco raro sí que es —secundó Guðrun con diversión.

Ahora fue el turno del hombre de carcajear.

La thrall bajó la mirada y sonrió, para posteriormente abrazarse a sí misma. Ocultó sus puños cerrados bajo las axilas y centró toda su atención en la fogata que ardía a unos metros de ellos. Le resultaba curioso que Ealdian fuera de las pocas personas que la hacían sentir relativamente cómoda —y más teniendo en cuenta que era un hombre—, siendo la otra Kaia La Imbatible, con quien había forjado una especie de... ¿Amistad? ¿Camaradería? No sabía muy bien cómo catalogarlo, pero empezaba a cogerle aprecio a la afamada skjaldmö, quien siempre se preocupaba por ella y velaba por su seguridad y bienestar.

El silencio se instauró entre ambos durante unos breves instantes, hasta que la propia Guðrun se aventuró a retomar la palabra:

—Por más que lo intente, no logro comprenderte. —Restableció el contacto visual con el inglés, que compuso una mueca expectante—. ¿Ahora que por fin eres libre vuelves con quienes te esclavizaron? —inquirió a la par que fruncía el ceño.

Ealdian exhaló un tenue suspiro. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en sus rodillas, juntando después las manos. Guðrun las contempló con detenimiento; no parecían suaves, pero algo le decía que eran cálidas y reconfortantes. Las suyas, en cambio, casi siempre estaban frías y llenas de cortes y heridas.

—Prefiero que todo siga como hasta ahora antes que Ivar Ragnarsson se haga con el control de Kattegat —bisbiseó Ealdian con sus ojos fijos en las chisporroteantes llamas. Su expresión se había tornado seria de repente—. Antes de que me trajeran aquí fui su prisionero en Wessex... Los Ragnarsson tomaron York, una de nuestras ciudades más importantes, y yo formé parte de las huestes que comandó el rey Æthelwulf para tratar de recuperarla. —Realizó una breve pausa antes de proseguir, lo justo para relamerse los labios—. Vi lo que Ivar les hizo a mis compañeros. A aquellos que, como yo, sobrevivieron a la contienda... Cómo los torturó y mutiló por simple diversión. —La muchacha contuvo el aliento ante eso último—. Si ganan esta guerra y él llega al poder, nadie estará a salvo. Ni siquiera su propia gente.

Guðrun inspiró por la nariz, tratando de digerir lo que Ealdian le acababa de contar. No sabía mucho de él, ya que el cristiano era igual de reservado y taciturno que ella, pero debía admitir que su historia le producía cierta curiosidad. Había algo en él que le llamaba la atención.

—¿Entonces lo haces por interés propio? —cuestionó.

Ealdian se tomó unos segundos antes de responder:

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