━ 𝐗𝐂𝐈𝐕: Los números no ganan batallas

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Eso fue precisamente lo que hizo Guðrun, quien se acercó a una de las ollas abandonadas sobre un fuego ya inexistente. Sacó de debajo de su capa un tazón de madera y lo medio llenó con las gachas que reposaban en el fondo de la marmita. Incluso apuró los restos que había pegados a las paredes del puchero. Después buscó un rincón solitario en el que pudiera estar tranquila y se acomodó para «disfrutar» de su cena.

Hacía tiempo que había perdido la vergüenza, que los modales habían dejado de importarle, y lo demostró cuando, a falta de una cuchara con la que poder comer las gachas, empleó directamente los dedos de su mano derecha. Estaba hambrienta, pero se obligó a comer despacio y a masticar en condiciones. De sobra sabía lo que ocurría cuando se forzaba el estómago y lo último que le apetecía era pasar la noche entre vómitos y malestares.

Sus iris verde azulados no perdían detalle de su entorno, de todo lo que sucedía a su alrededor. El ambiente previo a la batalla era tenso y crispante, como no podía ser de otra forma en una situación así, pero, a pesar de ello, muchos de sus compatriotas conservaban su buen humor, riendo y bromeando junto a sus familiares, amigos y conocidos. Otros, por otro lado, aprovechaban la intimidad que les confería la noche para disfrutar de ciertos placeres ante la expectativa de que fuesen sus últimas horas con vida.

Tragó saliva, a fin de deshacer el nudo que se había aglutinado en su garganta, constriñéndole las cuerdas vocales. No sería la primera vez que los hombres libres hacían uso de las —y los— thralls para satisfacer sus más bajos instintos. Aunque, gracias a los dioses, Lagertha había prohibido deliberadamente que se tocaran a sus esclavas.

En ese sentido estaba a salvo.

Pero de sobra sabía que no podía confiarse.

Sentada en el tronco de un árbol caído, siguió comiendo. El fulgor de una hoguera cercana la mantenía más o menos caliente, pero no lo suficiente para que su cuerpo dejara de temblar. Aunque prefería aquel ambiente gélido antes que estar en la carpa que compartía con sus compañeras esclavas, cuyo único tema de conversación eran las pocas probabilidades que tenían de salir victoriosos de aquella guerra.

—¿Puedo sentarme?

Reconoció aquella voz de inmediato, al igual que la lengua en la que habló, tan similar —y a la vez diferente— a la suya. Guðrun viró la cabeza hacia su derecha, topándose con la inconfundible figura de Ealdian.

Dioses, ni que lo hubiera invocado con sus pensamientos.

La sombra de una sonrisa asomó al rostro de la rubia, que negó imperceptiblemente con la cabeza mientras lo examinaba de arriba abajo. Ahora que el cristiano era un leysigni, algo en él había cambiado, como si aquella parte que le había arrebatado la esclavitud hubiese vuelto a florecer. Lucía mejor aspecto, con una vestimenta de mayor calidad y una gruesa capa sobre los hombros. Alrededor de su cintura llevaba un talabarte del que colgaba un cuchillo de hoja larga y en su muñeca izquierda exhibía el brazalete que Drasil le había entregado como garantía de que ahora era un hombre libre.

—Así que los rumores eran ciertos —pronunció Guðrun, centrándose de nuevo en sus gachas. Estas eran apenas una masa pastosa y carente de sabor, pero los rugidos de su estómago le impedían tener demasiados miramientos—. Empiezo a pensar que eres un insensato... O puede que directamente estés loco —añadió en un improvisado tono jocoso, justo antes de indicarle con un suave cabeceo que podía acomodarse a su lado.

Ealdian así lo hizo, dejándose caer en el otro extremo del tronco para evitar incomodarla. Puede que fuera un ingenuo y que a sus ojos tuviese un comportamiento de lo más extravagante, pero respetaba su necesidad de espacio y eso era algo que la muchacha agradecía inmensamente.

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