Capítulo 1: Desviarse no es siempre una mala opción

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Mel Waters no sabe cuánto tiempo lleva en el taxi, pero tiene ganas de vomitar.

Los caminos están cubiertos de baches y se curvan de forma imprevisible, lo que hace que su estómago salte constantemente y, con él, su almuerzo. Se odia por ser san sensible a ese tipo de cosas. El taxista la mira por el retrovisor. Ella, en el asiento de atrás, escucha su voz.

—Si quieres vomitar, hay una bolsa detrás del asiento.

Mel se apresura para cogerla y en cuanto la abre, vomita en ella. No mucho, pero aún así se siente asquerosa después.

—Perdón –dice, limpiándose la boca con la manga de la camisa. Se arrepiente al instante.
    
El taxista suspira.
    
—No te preocupes, mujer. Cosas peores he visto.
    
A Mel le parece extraño ser llamada así cuando todavía se siente como una niña.
    
—Ya estamos llegando –anuncia el conductor.
    
Mel se atreve a asomar la cabeza por la ventana. Todo está rodeado de árboles preciosos y la joven saca instintivamente su cámara y empieza a hacer fotos. Sin embargo, cuando ve por el objetivo el hotel, tiene que bajar la cámara para apreciarlo bien.
    
Es un edificio enorme de estilo victoriano, de al menos cinco plantas y con tres grandes torreones de diferentes tamaños, siendo el central el más alto. Un blanco hueso domina las paredes, decorado tan solo por las ventanas transparentes y las tejas pardas.
    
Por alguna razón, el vértigo la cala de pies a cabeza, y Mel quiere vomitar otra vez.
Pero no lo hace. Permanece con la boca abierta mirando por la ventana, incluso cuando el conductor para el coche y le pide el dinero.
    
—Oh, sí –dice Mel cuando se da cuenta de que le habla a ella–. ¿Cuánto es?
    
Le paga, recoge su maleta, se baja, el conductor se va.
    
Ya no hay vuelta atrás.
    
Al entrar, se da cuenta de que el interior es muy diferente al exterior. En el recibidos predominan el rojo de la alfombra del suelo, los sillones verdes, las lámparas amarillas y los cuadros de tonos azulados. Camina hacia la derecha, donde está el mostrador, y un hombre mayor con ojos caídos y barba le atiende.
    
—¿En qué le puedo ayudar? –le pregunta a la joven, con la mirada cambiando entre ella y el ordenador.
     
—Eh... Tengo una habitación reservada.
    
—¿Nombre?
   
—Mel Waters.
    
El hombre teclea algo en el ordenador. Ni medio segundo después, frunce el ceño y se pone a refunfuñar.
    
—¿Qué ocurre, Tomás? –pregunta una voz femenina desde la habitación de atrás, donde Mel supone que están todos los registros o es el lugar donde descansan los trabajadores.
    
—Esta máquina está decidida a amargarme la vida, eso es lo que pasa –se queja, dándole un leve golpe al ordenador y murmurando por lo bajo.
    
—A ver... –dice la voz.
    
Un segundo después, una chica de piel marrón vestida con unos pantalones vaqueros y un top blanco sale de la habitación, con las manos en su pelo, intentando recogerlo. Su nariz es alargada y jorobada y tiene labios prominentes. Cuando por fin logra colocarse el largo pelo negro en un mońo desordenado, se coloca frente al ordenador y teclea algo. Tomás decide irse murmurando por lo bajo con indignación.
    
—Pero a ver, Señor Tomás, no se vaya. Si ya verá que esto es muy fácil –dice la joven con energía–. Venga aquí, venga...
    
Le enseña algo en la pantalla y luego sonríe.
    
—¿Ve? Así.
   
—Que sí, que sí, pero que a mí eso no me funcionaba, ya te lo digo yo.

—¿Cómo has dicho que te llamabas?

La joven del mostrador, que Mel supone que no es mucho mayor que ella, la mira por primera vez. Sus ojos marrones oscuros tienen un brillo especial bajo las luces de la recepción.
    
—Eh... Mel Waters.
    
La joven teclea en el ordenador con una sonrisa.
    
—¿Mel? –pregunta, y levanta la cabeza de nuevo–. ¿De Melanie?
    
Mel se rasca la cabeza.
    
—No, es de... Melpómene. Como la...
    
—Sí, como la musa, lo sé.
    
La joven ríe, y eso hace que Mel se sienta un tanto mal. Su nombre real no le gusta, y menos le gusta que se rían de él.
    
—Es gracioso –dice la joven–. Yo también me llamo como una musa.

Señala un pin que cuelga de su top, en el que se lee "Talía", y Mel se siente un tanto tonta por no haberse dado cuenta antes.
    
—Oh –dice Mel, sonriendo aliviada–. Qué curioso.
    
—Esta es tu llave –le indica Talía, y le deja en el mostrador una llave de la que cuelga un papelito plastificado con un número–. Habitación 991. Quinta planta.
    
Mel la toma y se pregunta cómo puede haber tantas habitaciones.
   
—Sé lo que estás pensando –dice Talía–. En realidad, hay menos habitaciones. 170, de hecho. Es solo que al propietario le dio por llamarlas como los números primos.
    
La clienta levanta la cabeza y asiente.
    
—Gracias.
    
Talía le sonríe.
    
—Nada –gira la cabeza al ver que Tomás ha vuelto a desaparecer y va apresuradamente hacia la habitación gritando:–. ¡Señor Tomás! Vuelva aquí, es su turno. El director sabrá sobre su comportamiento con...
    
Mel decide subir por el ascensor con su maleta para ver su habitación y acomodarse. El ascensor es antiguo y tiene que pulsar el botón cinco veces antes de que se active.
    
Se pone las manos sobre la cara y las puertas se cierran frente a ella.

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