Capítulo 3

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Estoy de un humor de perros. ¿Que por qué? Porque tengo razones para ello.

Primero, la discusión de ayer con Daniel.

Segundo, que por su culpa, o porque soy medio imbécil y aún espero demasiado de él, he pasado toda la noche con la cabeza a mil por hora.

Por último, pero no por ello menos importante, es que cuando me he levantado esta mañana para ir al baño, mi queridísima amiga, la Juana Meneses, ha venido. Básicamente, la que me huevea todos los meses ha decidido aparecer en el peor momento posible.

Miro la hora y me arrepiento de no haberme acostado ayer antes. Y de haber salido de fiesta. Y de haber discutido con Daniel. Bueno, vale, ahora mismo me molesta hasta que salga el sol cada mañana, pero es que tengo sueño y creo que se me están desintegrando los ovarios.

Quién pudiera ser hombre para no sufrir estas cosas.

Me visto a oscuras para no despertar a Daniel (aunque no se lo merezca) y bajo a la cocina para prepararme un café rápido e irme a trabajar. He rascado hasta el último minuto que he podido en la cama, pero ahora llego tarde. Me paro en seco, porque no me he dado cuenta de que no necesito llegar a una hora exacta, de que no tengo que darle explicaciones a nadie si me retraso veinte minutos después de lo planeado, y eso hace que mi día mejore un poco; por lo menos hasta que un nuevo calambre sacude mi ovario izquierdo y tengo que encogerme para aguantar el dolor.

Va a ser un día largo.

Cojo un ibuprofeno, la última galleta (porque el día no puede mejorar) y salgo por la puerta. Voy corriendo al trabajo, con la vista fija en el suelo, ya que lo último que me hace falta para coronar la mañana es que me caiga.

El susto que me doy cuando siento el móvil vibrar en el bolsillo de mi pantalón hace que me tambalee, pero consigo mantener el equilibrio en el último segundo. Lo saco e, instintivamente, una sonrisa se dibuja en mis labios.

Sarah:

Sé que posiblemente ya estés atacada de los nervios, pero solo quería desearte buena suerte, cari. Espero que tengas un día magnifico. MUCHA MIERDA.

No tardo en contestar.

Yo:

Muchísimas gracias, guapa. La voy a necesitar. Hablamos luego, XOXO.

Sarah:

Por cierto, ¿qué tal ayer con Daniel?

Yo:

Sin comentarios. No hay anillo, no hay compromiso, no hay nada. Ya os contaré.

Sarah:

Vale, cari. ¡¡Luego hablamos!!

Todavía queda más de una hora para el cierre y estoy agotada. Pese a eso, sigo en una nube porque ha venido mucha más gente de la que esperaba. Sarah y María lo han hecho hace una hora para ver cómo me iba, y ya que estaban, se han quedado a echarme una mano. Cosa que agradezco.

—Ostras, no hemos parado —dice Sarah a la vez que termina de limpiar las bandejas que se han quedado vacías durante la mañana.

—La verdad es que sí —sonrío, esto es un sueño del que nunca quiero despertarme—, ojalá siga así mañana.

—No me seas agorera, tía —se queja María.

—No lo soy —bueno, quizás, un poco—, pero ya sabes que los comienzos son difíciles...

Mimimimimimi —me corta María, intentando imitar mi tono de voz de una manera de lo más graciosa—. Mañana va a ir igual de bien que hoy, o incluso mejor, y si no, tranquila, que ya nos ponemos Sarah y yo afuera en bikini si hace falta para atraer clientela.

—Lo harás tú —protesta Sarah—. Yo no pienso quitarme ni una sola capa en pleno octubre. Que hace un frío de narices y luego me pongo mala.

—Qué poco espíritu de camaradería. —Saca la lengua—. Yo, por ti, hasta la muerte —dice, mirándome fijamente y guiñándome un ojo.

—Deja, deja. Con que vengáis a darme apoyo moral me basta.

El tintineo de la campanilla de la puerta corta la conversación y me giro para atender al próximo cliente. Alto, moreno, con el pelo revuelto, mandíbula marcada y unos ojos merecedores de fotografiar y colgar en el mismísimo Louvre.

Atractivo, no lo puedo negar.

Me abofeteo mentalmente, porque la conciencia me molesta casi en el acto. No porque esté haciendo nada malo, sino porque tengo pareja. Y, aunque no estemos bien, me siento incómoda prestando demasiada atención a otro.

—Buenos días —intento sonar firme.

—Buenos días. —Sonríe, y provoca un pequeño pellizco en partes de mi cuerpo que juro que tenía en reposo «temporal»—. ¿Queda algo todavía?

—Poco, pero algo sí. Los rollitos de canela se han vendido muy bien esta mañana.

—Me has convencido, me llevo los que quedan. Y un par de esas galletas, que tienen una pinta deliciosa.

¡Tierra, trágame! Trago con fuerza, porque no sé qué contestar. Le pongo su pedido con una sonrisa de oreja a oreja.

—A las galletas invita la casa. —Le guiño un ojo.

¿Hola? ¿Qué se supone que estoy haciendo?

—¿En serio? —Me arrepiento al momento de haberlo hecho; está claro que ha sido raro de narices y hasta él se ha dado cuenta.

—Sí, tranquilo —digo mientras me apoyo en la barra y le devuelvo la sonrisa. No lo he pensado, me ha salido de forma natural.

El susodicho saca la cartera y me deja un billete de cinco euros sobre el mostrador.

—Quédate con la vuelta, y muchas gracias por las galletas. —Se lleva una mano al corazón e inclina la cabeza, y a mí se me derriten las neuronas.

En cuanto sale por la puerta, me aparto de la barra para recuperar la compostura y reñirme a mí misma por el comportamiento tan de adolescente que acabo de tener.

Me giro y me encuentro con una mirada nada compasiva de María.

—Te ha gustado. El macizorro te ha puesto a mil. Reconócelo.

—Te equivocas.

—Olvidas que te conozco desde que nos cambiaban los pañales. Sé cuando te gusta algo.

—Que no —respondo airada y rezando para que no se dé cuenta de que tiene razón.

—Como veas, yo solo comento lo evidente —responde con un guiño, alejándose y sin dejarme replicarle.

Maldita María y su radar de estar en el momento más oportuno. 

Mi accidente con cara de ángelWhere stories live. Discover now