Salve, Virgen de los Malandros

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Débora se sobresaltó y se aferró a su torso cuando llegaron al subterráneo y la precaria luz solamente alumbraba el techo. Ahí olía mucho peor, la mezcla del sudor y las flatulencias de los demás usuarios estaba impregnada en el aire. Todo estaba petado, parecía que media Caracas esperaba el ferro a esas horas de la mañana, con caras de pocos amigos.

Yeferson le devolvió el gesto y la empujó lejos de él, a propósito, hacia un vagabundo que dormía encima de unos periódicos viejos y un perol de Gatorade con un líquido amarillo sospechoso a un lado. Débora chilló y volvió a pararse a un lado de su hermanastro, de mala gana.

Llevaban aproximadamente diez minutos esperando allí. Débora miraba a los usuarios que creaban un mínimo bullicio conversando entre sí, pasaba la suela de los zapatos por la línea amarilla desgastada, pero no conseguía ignorar el fétido olor que le calaba la respiración y la paciencia. El ferrocarril en Madrid tampoco era una maravilla, pero hasta lo más marginado del primer mundo es una belleza en comparación a Venezuela. Cuando se fue hartando, se dirigió a su progenitor.

—Papá, ¡¿No podíamos mejor comprar en Shein?!

Ese tono de voz irritó al moreno.

—Miguel David, agarra a tu hija que la voy a lanzar pa' los vagones.

La castaña estuvo a punto de rezarle también a la virgen de los Malandros cuando el metro llegó y las personas empezaron a entrar y salir a empujones. Ni siquiera protestó cuando su hermanastro le apretó los hombros e hizo que ambos entraran a la fuerza exactamente un segundo antes de que se cerraran las puertas.

Dentro, la situación era mucho peor. Los agarraderos estaban dañados y los pocos que servían eran usados por los pasajeros que llevaban de pie un buen rato. Yeferson consiguió sostenerse de una baranda de metal y Débora tuvo que aferrarse a él porque era chiquita y no alcanzaba.

En el vagón de al lado había un grupo de chicos que seguramente tenían materias suspendidas, ya que vestían uniformes de instituto en plenas vacaciones. Estaban sentados en el suelo sucio, despreocupados, escuchando música en una corneta Bluetooth. Todo iba regular hasta que Yeferson empezó a cantar la canción que sonaba.

—LLUUUUVIA LLUVIA, TUS BESOS FRÍOS COMO LA LLUUUVIA, LLUVIA. QUE GOTA A GOTA FUERON ENFRIANDOOO...

Lo peor era que hacía un bailesito mientras cantaba y obligaba a Débora a moverse también, a compartir su momento de salseteo.

En la siguiente estación se desocupó un puesto y el moreno salió corriendo a aplastar el culo en el asiento de plástico. Se le quedó mirando con arrechera una mujer embarazada que había intentado llegar hasta allí.

—Quédese de pie y reflexione sobre lo que hizo —le dijo Yeferson y cerró los ojos—. Voy a fingir que estoy dormido para conservar mi puesto hasta llegar a Sábana Grande.

—¡Tú eres un abusador, chico! —le gritó la mujer embarazada—. ¡Déjame sentarme, vengo parada desde Capitolio! Estoy cansada, me duelen los pies.

Yeferson fingió que estaba roncando y la mujer se puso más histérica.

—¡Tengo ocho meses y medio!

—¿Y cuando te montaste en el pipe también hiciste tanto escándalo? Carajo mija.

—¡No seas falta de respeto! Párate. Mal educado.

—No te dieron un puesto apenas te subiste en Capitolio, ¿Estás segura de que el mal educado soy yo en específico? Dile al que te preñó, que se compre un carro. Así vas sentadita y acomodadita.

Estiró los brazos para jalar a Débora, se la sentó sobre el regazo y volvió a hacerse el dormido. La castaña estaba roja de la pena. Y más allá estaba Jhoana tapándose la boca para que no se escuchara su risa, porque esa mujer a veces era hasta más rata que su propio hijo.

Bajo la misma arepaWhere stories live. Discover now