—Nada de formalidades —le había dicho ella, el rostro más juvenil que se había encontrado jamás en alguien de su edad—. No estamos en el instituto, aquí no soy tu profesora. No hace falta que me trates de usted ni que me llames por mi apellido. Ivy está bien.

Hazel agradeció cuando apareció el chico, los rizos anaranjados más desordenados que nunca. Se sentó en la mesa de madera de la cocina, justo delante suyo. La castaña clavó la mirada en la ventana, la nieve cayendo sobre los árboles desnudos de su jardín.

—Te da puto asco.

La chica parpadeó, los dedos de Theo deslizándose sobre el cubo de Rubik, las pegatinas del juguete tan desgastadas que estaban a punto de caer.

—A ver —respondió, al ver sus ojos azules clavados sobre el té de arándanos—. Asco no.

—Joder, Hazel —replicó él, su voz tan serena como en el momento en el que había cogido a Peter McLaren por la nuca—. Habérselo dicho a mi madre. Lo estás mirando con una cara que..., mira. Da igual, mejor me lo bebo yo.

La castaña no dijo nada al respecto. Asintió, su mirada clavada sobre la mesa. Le dolía la cabeza como si estuviera pasando por la peor resaca de su vida.

—Gracias —murmuró.

Theo se encogió de hombros.

—Es mi favorito.

—No —la chica sacudió la cabeza, sus dedos entrelazándose sobre su regazo, las uñas en carne viva de tanto mordérselas—. No es por esto, es por... Bueno. Lo de Peter, lo de... No lo sé. Siento que te han expulsado por mi culpa.

—Fui yo quien estampó la cabeza a Peter McLaren contra la mesa.

Hazel vio un ápice de remordimiento en su mirada, sus dedos ágiles sobre el cubo. Ya lo había hecho y deshecho dos veces desde que habían empezado a hablar.

—Pero lo hiciste para defenderme.

Él le dedicó una sonrisa triste.

—Sí, bueno —respondió—. No pensé demasiado. Me gustaría haber podido hacerlo de otra forma, la verdad. No pretendía..., no sé. No quería hacerle daño, creo. A veces me pasa esto. A veces pierdo el control y da un poco de miedo.

—De todas formas, gracias.

El pelirrojo volvió a encogerse de hombros. Se quedaron sumidos en un silencio bastante incómodo, el sonido de la televisión desde la sala de estar como único acompañante. Hazel pensó que ya estaba, que ya había hecho su parte. Sin embargo...

—Cuando dejaste Starkville... ¿Nos echaste de menos?

Theo levantó la mirada del cubo de Rubik. Se tomó su tiempo para responder, recuerdos de tardes leyendo novelas en la casa del árbol de los Wang-Clarke flotando a su alrededor.

—Claro —respondió—. Os escribí un par de postales cuando estuve en Escocia, pero nunca las envié.

Hazel frunció los labios.

—Hemos sido un poco imbéciles.

—Da igual —replicó él—, supongo que tenía que ser así.

—Supongo.

Aquella tarde, mirando sus ojos cansados y apagados bajo la luz de su cocina, Hazel lo entendió: Theo siempre había sido una persona increíblemente triste.

—He sido bastante desconsiderada —dijo—. Lo siento.

Pensó en los «secretos» que había mencionado Annie, en las piezas del rompecabezas que había perdido. Quiso hacer un millón de preguntas, pero las guardó dentro de su garganta, un millón de sospechas incipientes que podrían ser la respuesta para completar aquel maldito artículo muriendo en una fracción de segundo.

Todos los días de inviernoWhere stories live. Discover now