Prólogo

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A la edad de 15 años...

¡Mamá! ¡Papá! ¿Os queda mucho? —pregunto desde la sala.

Este último año hemos cogido la costumbre de cenar todos juntos los viernes por la noche. Hamburguesas y película. Sin excepción. Pero para que no haya peleas (aunque las sigue habiendo) nos vamos rotando para elegir la película. Esta vez me toca a mí. Y por decimoctava vez, El padrino será la película que vamos a ver. Es mi favorita entre todas las películas del mundo. Podría decir que casi me sé el noventa por ciento de los diálogos. Vergonzoso, lo sé. Pero qué le voy a hacer.

Como mis padres no dan señales de vida, me acerco al despacho que tienen en casa.

Toc, toc.

—¿Se puede? —pregunto, asomando la cabeza

—Sí, claro, pasa, cariño, ya estamos acabando —contesta mi padre sin despegar los ojos de sus papeles.

Hace cosa de seis meses que han abierto su propio bufete de abogados y les va genial. Trabajan juntos, que es lo que siempre han querido, no tener que estar bajo las órdenes de un jefe. Aunque en ocasiones, o la gran mayoría de las veces, mi madre se comporta peor que un jefe. Pero como mi padre la adora, siempre obedece sin rechistar.

Voy hasta la biblioteca, donde tienen todos los libros que usan para sus casos, y paseo rozando los lomos de los ejemplares, leo por encima los títulos, y me paro cuando uno llama mi atención. Derecho civil. Lo saco y lo ojeo por encima, pero no entiendo ni la mitad, así que lo vuelvo a colocar en su sitio y sigo mi camino hasta llegar a la mesa de mi madre.

—¿Cómo vas, mamá?

—Ya te ha dicho tu padre que estamos acabando —espeta sin mirarme a la cara.

Nuestra relación no es que se diga que sea perfecta, y menos desde que trabaja tantas horas. Por eso me gusta la noche de los viernes, porque durante unas horas se prohíbe hablar de cualquier cosa que no sea la comida o la película.

—¿Qué vamos a ver hoy, cariño? —La voz de mi padre me saca de mis pensamientos y me vuelvo para contestarle.

—¿Tú qué crees? —Sonrío, porque mi padre es la persona que más me conoce en el mundo, y aunque dice que odia El padrino, sé que estaría dispuesto a verla en bucle con tal de hacerme feliz.

—Mhm... deja que lo piense. —Tamborilea un dedo sobre su labio inferior—. ¿El padrino?

—Exacto. Pero si no empezamos ya, nos van a dar las mil y una. Que a mi no me importa, que conste, pero luego no quiero oír quejas de la hora.

—Yo ya he acabado con lo mío. —Mira a mi madre, pero ella ni se inmuta, así que vuelve su atención a mí mientras levanta los hombros, como si quisiera darle carta blanca—. ¿Qué te parece si vamos preparando nosotros las cosas? Seguro que mamá vendrá enseguida.

Huelga decir que me conozco ese enseguida de mi madre.

—Ya está todo preparado, papá —protesto, porque me cansa que siempre tengamos que esperarla.

—Bueno, seguro que queda algo por hacer.

Suspiro y cierro los ojos.

Estoy cansada de que el trabajo sea más importante que yo. Y cansada de que mi padre siempre le saque la cara cuando no tiene razón.

Parece que mi padre me lee los pensamientos, porque se levanta, rodea su escritorio, pasa su brazo por mis hombros y besa mi cabeza con afecto.

—Venga, cariño, dejemos a mamá un ratito más.

Salimos del despacho y vamos a la sala.

—¿Por qué mamá viene siempre la última? —pregunto mientras me tiro en el sofá.

—Ya sabes que cada vez tenemos más trabajo, cariño. Y a tu madre le gusta dejar todas las cosas bien atadas, por si acaso —dice mientras me acaricia el pelo—. Ya verás que, con el tiempo, irá cogiéndole el callo y se relajará.

—Eso espero —susurro.

Miro hacia otro lado, porque no quiero que mi padre vea cuánto me duele esta situación. Desde siempre me han enseñado la importancia del trabajo duro y creo que acabaré estudiando Derecho, igual que ellos. Al fin y al cabo, uno hace lo que ve. Y, en mi caso, he mamado las leyes desde bien pequeña. Quizás por eso me guste tanto El padrino, porque me gusta ver el lado oscuro de la ley, y algún día, quién sabe, podré ser lo suficientemente buena en mi trabajo como para no permitir que esa clase de personas se salga con la suya.

Vale, que sí, que estoy yo aquí hablando con quince años de ser una abogada de la leche como para meter entre rejas a los capos de la droga y la mafia italiana. Que me estoy viniendo arriba. Pero soñar es gratis, ¿no?

Lo único que tengo claro es que no quiero acabar como mis padres. Es decir, que no quiero meter tantas horas en el trabajo hasta que llegue un punto en la vida en que lo único que importa sea eso. Que la relación con mi futuro marido sea solo por vías laborales o que mis hijos tengan que poner un día fijo a la semana para disfrutar de pasar tiempo en familia. Quiero vivir y disfrutar. Quiero casarme, tener varios hijos y ser feliz. Creo que no pido tanto, ¿no?

En fin.

Diez minutos más tarde, cuando ya no que quedan uñas que morderme de los nervios por empezar, mi madre sale del despacho. Ni siquiera le doy tiempo a que se siente. En cuanto escucho sus pasos cerca, cojo el mando y le doy a reproducir.

Creo en América. América hizo mi fortuna. Y he dado a mi hija una educación americana. Le di libertad, pero le enseñé a no deshonrar a su familia. Conoció a un chico, no era italiano...

Mi accidente con cara de ángelWhere stories live. Discover now