Cuando es difícil decir adiós

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***Escuchen la canción mientras leen***

Ahinoa entró a la habitación y cerró la puerta con cuidado tras de sí; las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos. Le dolía estar ahí, sufría al visitarlo, pero más le dolía saber que no podía hacer nada, que no era capaz de cambiar su lugar con él; lo habría hecho dos veces sin pensarlo si pudiera.

Era horrible la situación en la que ambos se encontraban. Los dos sufrían tanto y lo peor era que no podían hacer nada por solucionarlo.

Con pasos ligeros y pesarosos se encaminó al lugar donde las maquinas pitaban y sonaban, indicándole así que la persona que más amaba seguía viva y sufriendo.

El corazón le dolió al imaginar lo que sabía, llegaría pronto. El final. La despedida. El adiós eterno. El momento en el que se separaría de él para tal vez nunca volver a verlo.

Su interior se apretó el encontrarlo en el mismo lugar donde lo había visto por última vez, ahí recostado en la cama inmaculada, sus ojos entreabriéndose con el sonido de sus pisadas cada segundo más cerca. La sonrisa que le iluminó el pálido rostro cansado cuando la vio le provocó un nudo en la garganta. Oriel siempre la había mirado así, con amor sincero e infinito, incluso en sus peores días.

Incluso cuando estaba muriendo no la dejaba entrever su sufrimiento, la amaba demasiado como para preocuparla. Sin embargo, a pesar de su intención, sus ojos eran demasiado transparentes y a través de ellos podía adivinar su sentir.

Dolor. Pesar. Miedo. Lo mismo que sentía ella.

—Hola —saludó Oriel con voz apenas audible. Su garganta estaba demasiado seca al igual que sus labios, e incluso pronunciar esa pequeña palabra le costaba trabajo, le causaba dolor—. Has venido.

No quería que Ahinoa lo notara, pero ella lo conocía a la perfección; podía ver el sufrimiento escrito en cada pequeño gesto que hacía. Después de tanto años conociéndose, no eran capaces de ocultarse nada.

—Claro que vine —contestó ella esbozando una sonrisa temblorosa. Se acercó hasta quedar a solo unos centímetros de su cama y pasó la mano por su frente. Sudaba frío—. Te dije que lo haría, ¿no?

Oriel tomó la mano de Ahinoa y, con las pocas fuerzas que le quedaban, la elevó a su boca para plantar un beso en ella. Ambos sabían que el tiempo se les estaba acabando, que Oriel no duraría mucho tiempo más en este mundo y, a pesar del positivismo del que siempre estaba impregnado su carácter, esa ocasión se encontraba triste. Se sentía afligido por él, por Ahinoa, por su amor que jamás se apagaría, ni siquiera cuando el alma de Oriel lo hiciera.

—Pensé que tal vez quisieras... —«Ahorrarte el dolor», pensó.

—Estar contigo. Eso es lo único que quiero.

La pequeña morena se sentó en el borde de la cama y Oriel, como pudo, se desplazó para dejarle un espacio más amplio a su lado. Quería abrazarla hasta dar su último suspiro, hasta que la luz se extinguiera y su vida se acabara. Deseaba quedarse toda la eternidad con ella, pero, por más fuerte que hubiera sido durante toda si vida, en ese momento se encontraba cansado. Lo único que quería era pasar sus últimos momentos con Ahinoa a su lado.

Esa mujer, su esposa, que lo había acompañado durante casi diez años, brindándole los mejores recuerdos y los momentos más hermosos que cualquier hombre hubiera podido desear. Había sido afortunado al encontrarla, lo sabía con certeza. Ella lo había apoyado siempre a pesar de que no siempre estaban de acuerdo y habían tenido un matrimonio muy feliz.

Oriel cerró los ojos a pesar de querer contemplar a su mujer durante más tiempo.

Desde que su esclerosis había sido diagnosticada como tal hacía unos cinco años atrás, ella había estado a su lado sin titubear. Incluso cuando el mal humor lo invadía y se descargaba sobre Ahinoa, ella se quedaba ahí con él, esperando a que la explosión temperamental pasara. Sabía que no encontraba la manera de expresar todo su dolor y frustración y que acababa volcando todo su enojo sobre ella, pero nunca duraba mucho. Eran pequeños momentos, casi siempre después de sufrir una recaída cada vez más grave. Ambos sabían que solo era cuestión de tiempo para que no pudiera recuperarse. Y ahora estaba ahí. Se encontraba muy cerca, llegando antes de lo esperado.

La respiración de Oriel comenzó a fallar por los pequeños esfuerzos. Sus pulmones colapsaban, cada vez sintiéndose pequeños e inservibles, pero él trató de disimularlo. Ahinoa lo notó. Ella también disimuló. Si Oriel quería hacerse el fuerte, ella no rompería su ilusión, por más que eso le estuviera rompiendo el corazón.

Él, siempre mostrándose fuerte. Él, nunca dejando que lo viera débiñ y vulnerable. Él, Oriel, su amado, jamás queriendo preocuparla.

Lo amaba tanto. Quería que dejara de fingir y así poder consolarlo. Sufrir juntos, no por separado. ¿No sabía que su imagen de él no iba a cambiar nunca?

Sentándose y luego recostando su cuerpo sobre el colchón, la mujer se acurrucó el costado de su esposo necesitando sentir su cercanía. Quería percibir el calor de su cuerpo para que entibiara su frío estado de ánimo, por lo que colocó un brazo sobre el torso de él y se apretó más a su cuerpo, silenciosas lágrimas cayendo en silencio por su rostro.

Le dolía como dagas clavándose en su corazón. Verlo, sentirlo tan delgado. No estaba segura de que él fuera a pasar de esa noche y eso la estaba matando. Saber que no volvería a verlo…

Miró su dedo, al anillo que brillaba en la penumbra de la habitación, y un sollozo escapó del fondo de su alma sin poder soportarlo más.

«Hasta que la muerte nos separe.»

Faltaba poco para eso.

Oriel la escuchó y cerró los ojos, dejando también que esas gotas salieran, que aliviaran aunque fuera un poco el dolor de su alma. Estaba cansado. De estar enfermo, de aparentar ser fuerte, de no sincerarse con su mujer. De verla sufrir.

Solo quería liberarse de eso de una vez, que todo acabara, pero estaba aterrado con la idea de dejarla. De… desaparecer. De no volver a besarla, de no verla embarazada, de no volver a oler su perfume.

—Tengo miedo —susurró con la voz rota—. No quiero irme todavía.

La última palabra apenas fue audible y Ahinoa no pudo más. Las compresas que contenían el dolor se abrieron y la hicieron dejar salir todo lo que había tratado de esconder de los ojos de Oriel, aunque él ya lo supiera.

—Te amo, Oriel. Te quiero a mi lado —murmuró entre sollozos—, pero no quiero que sufras. Si quieres luchar, lucha. Si quieres irte...

Sin poder continuar, apretó la bata que vestía Oriel en un puño y enterró la nariz en su pecho.

Él, al contrario que ella, ya había dejado de llorar. Se había apaciguado. Estaba aceptando su destino, que la vida no siempre es justa.

—Siempre te voy a amar, Noa —murmuró—. Siempre. Y cuando llegue tu hora, te estaré esperando al otro lado. Entonces nada nos podrá separar, amor, estaremos juntos toda la eternidad —aseguró.

Ella siguió llorando. Oriel trataba de consolarla, de darle esperanzas, pero no sabía que ella moriría cuando él se fuera, su alma lo acompañaría y ella seguiría vagando por la tierra, muerta en vida, esperando a que llegara su momento. Deseándolo.

El brazo de Oriel frotaba su espalda en un gesto que la conmovía. Queriendo impartir consuelo cuando también lo necesitaba.

Las respiraciones de ambos se acompasaron y sus corazones latieron al unísono. Sintieron un manto de oscuridad rodearlos, advirtiéndolos de la inminente partida de Oriel.

—Te estaré esperando —musitó él, su voz demasiado queda informando sobre su falta de aire.

Ahinoa, con su oído pegado a su pecho, escuchó cómo el corazón del hombre que más amaba iba disminuyendo su ritmo, debilitando sus latidos, hasta que finalmente se detuvo por completo. Sintió el último suspiro que exhaló y cómo el férreo agarre que su brazo había tenido sobre su cuerpo, se soltó.

Y entonces lloró. Se lamentó porque, a pesar de haberlo sabido, ni mil años hubieran bastado para ese dolor que abrasó su cuerpo, que la fue consumiendo lentamente hasta que su cuerpo fue retirado por médicos y enfermeras, hasta que su alma se secó y no la dejó derramar más lágrimas.

Lloró ese amor que había sido puro y sincero, de esos que no todos encuentran en la vida pero que ella sí había tenido la dicha de experimentar. En silencio, le agradeció por hacerla feliz y le prometió que pronto, muy pronto, se reencontrarían.

—Pronto, mi vida. Te lo juro.

Despedidas ✔Where stories live. Discover now