Había señalado una Santa Biblia que descansaba sobre la mesa del comedor, junto a la mochila negra de él.

Ángel, que se giró hacia su esposa, posó una mano en su hombro para tranquilizarla.

—Un evangelio.

Lorena arqueó una ceja con sorpresa.

—¿En eso te gastas el dinero?

—Yo nunca compraría eso. Un tipo que estaba regalando libros en la avenida me lo dio.

—¿Y para qué lo aceptas?

—Querías que hiciera algo útil, ¿no? —replicó al fin, hastiado—. Bien, se supone que ese maldito libro lo escribió Dios, así que lo leeré. Quizás arregla nuestros problemas que por lo visto son por mi culpa. ¿Puedes soltarme o tengo que pedírtelo de rodillas?

Lorena liberó su brazo. Había tirado de la tela de su uniforme hasta arrugarla.

Escéptica, sopló.

—¿Crees que una estúpida Biblia va a arreglar nuestros problemas?

Ángel se encogió de hombros.

—Tu madre quería que fuera a misa y leyera la Biblia —la desafió—, y por fin tengo una. Deberías estar contenta.

—No es lo que quiero, Ángel. Sigues sin entender nada. Y ya estoy harta.

—Tenemos algo en común. —Le sonrió cínicamente antes de dirigirse a la escalera—. No tienes ni idea de lo insoportable que eres.

Cristina había subido al dormitorio de su hermano. Al asomarse a la puerta, su corto cabello castaño se desparramó sobre sus hombros y el flequillo le tapó los ojos, cual cortina en su frente. Le había robado la sudadera marrón a Dave.

—Mamá y papá se van a divorciar por tu culpa —canturreó en voz baja.

Dave, sentado al bordillo de su cama, chasqueó la lengua al mirarla. Cristina tenía algunos dientes superpuestos y a él le molestaba verlos.

—Eres una mentirosa.

Su pierna golpeaba la cama al balancearse. Detrás de él, su cabeza se recortaba contra el cielo negro de la noche, pues dormía pegado a la pared de la ventana. A sus diez años, no llegaba con los pies al suelo. Se apartó el alborotado cabello rubio de la frente hacia un lado, frunciendo el ceño.

Cristina estaba usando su sudadera.

—Es verdad —replicó Cristina, que se metió en el cuarto sin pedir permiso, juntando las manos dentro de los bolsillos de la sudadera; doblaba los pies y jugaba a girar los tobillos, incapaz de estarse quieta. Dave, en cambio, no podría moverse de la cama hasta que su madre le levantase el castigo—. Se están peleando por tu culpa.

—¿Por qué es por mi culpa? —protestó Dave—. Siempre se pelean.

Entre sus manos tenía el libro rojo y blanco de matemáticas que tanto odiaba: su madre lo había condenado a estudiar todo aquello que no comprendía, pero él solo doblaba las esquinas de las hojas antes de pasarlas sin detenerse apenas en los dibujos.

—Porque yo he sacado diez en mates y tú no. Tú has sacado tres.

—Tú solo sacas diez —repuso él con asco—. Por eso nadie te quiere.

—Mamá y papá sí, no como a ti.

—Tú eres autista, no te quieren.

Confundida, Cristina frunció el ceño.

—No sabes qué significa esa palabra.

—Sí lo sé. Álvaro me la ha dicho.

—Estás mintiendo.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Where stories live. Discover now