DELIRIO (Segunda Parte)

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Un terrible alarido rasgó el silencio que se respiraba en el pabellón nº 3; aquel grito descarnado, producto del miedo más absoluto, no produjo en él más que un letárgico sentimiento de indiferencia. Había perdido la cuenta de a cuantos hombres había escuchado gimotear como niños entre los muros de aquel lugar. Muchos, sería un eufemismo que no expresaría con exactitud cuántos fueron en realidad, y la verdad; es que uno acababa por acostumbrarse a todo.

Suspiró con resignación.

Al cambiar de postura en el mugriento suelo de su celda, sintió como un calambre le subía desde sus tobillos hasta la cadera, recorriendo vértebra a vértebra toda su espina dorsal, y terminando el trayecto detrás de su cabeza con un dolor pulsante; sentía agarrotados todos los miembros por la inactividad.

Como tantas otras veces se preguntó «¿Cómo he podido acabar aquí?»Como siempre ocurría poco después, la voz de dentro de su cabeza le daba la respuesta. Estaba harto de que siempre se entremetiera en asuntos que no le inmiscuían, pero  formaba parte de él. ¡Era exasperante hasta límites insospechados! Más tarde y a pesar de sus reticencias, acababa por evocar antiguos y poco gratos recuerdos hasta que otra jornada volvía a recibirlo.

Desde bien pequeñito que se percibió en él una vena una pizca malévola. Decían que no sonreía como los demás niños de la ciudad, que no jugaba con nadie de su misma edad, no hablaba con las demás personas, más tan solo lo hacía consigo mismo; evadía el contacto con la gente en general. No pasó mucho tiempo antes de que lo evitaran mientras cruzaban de calle y cuchicheaban señalándolo como si fuese el portador de algún tipo de plaga infecciosa. Durante muchos años creyó que quizás no estuviesen errados del todo, puede que se merecía lo que le sucedió a continuación. Nadie cuestionó a sus progenitores cuando decidieron abandonarlo a su suerte, en uno de los lugares más decadentes de la ciudad, con la misma facilidad con la que uno se deshace de los desperdicios de la cocina. Recordaba el momento como si hubiese sido ayer: recordaba cómo no derramaron ni una sola lágrima por él, ni le dedicaron palabras de despedida, siquiera miraron una sola vez atrás mientras se alejaban irremediablemente. ¿Los avergonzaba a ojos del populacho? Dejó de ser la sangre de su sangre desde aquel mismo instante. Según ellos, su hijo debía de estar poseído por algún ente ignominioso. Era violento, excéntrico y distante; el producto de la misma esencia de la maldad.

La realidad era que un día lo sorprendieron en las despensas de la casa; era noche cerrada y tan solo la luz de unas pocas velas titilaban en el hogar, en sus manos ensangrentadas aferraba fuertemente un cuchillo de trinchar, mientras a su vez, contemplaba con una expresión desprovista de cualquier tipo de emoción, el gato que yacía destripado en el centro de la moqueta azul. (Sus padres lo llamaban por el nombre de MaaU) Por alguna taxativa razón que escapaba a su consciente, la entidad de su cabeza consiguió obrar compulsivamente y no se pudo resistir a ella, apremiándolo a diseccionar al animal en situ. En aquel momento no alcanzaba a descifrar porque le obligó  a actuar de una forma tan execrable, no comprendía porque no lograba ejercer ningún control sobre sus blandas extremidades, como tampoco entendía porque tenía que protagonizar un hecho que marcaría su futuro de por vida.

La dantesca escena fue más de lo que sus modestos padres lograron soportar; sus patéticos intentos por abandonar la las despensas de la casa como almas perseguidas por el diablo, quedaron grabadas en sus retinas para siempre. Abandonarlo para que muriera por el bien común, no les parecía después de todo, un acto tan atroz.

Al principio sintió como le embargaba una enorme desazón, seguida de una incontrolable rabia, para más tarde acabar dejándolo hueco como la cáscara de una nuez. Sus estados de ánimo eran volubles y muy cambiantes por aquel entonces; se había quedado solo. Durante meses maldijo aquella voz que se había instalado en su cabeza, estaba ahí desde que tenía memoria y no sabía por qué, era una intrusa que interfería en su vida personal, sediciosa si tenía la oportunidad, aunque normalmente solía ser atenta y zalamera, por eso odiaba el acariciante y aterciopelado tono de su voz.

Baile de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora