Presente: El pasado no olvida

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Debería redactar la ficha de mi nueva clienta como de costumbre para agilizar la próxima sesión. Transcribir las notas junto a un breve análisis me permite refrescar los datos de la persona unos minutos antes de empezar. De esta manera, causo una buena impresión al denotar familiaridad.

Apago el monitor. La ficha de Samantha tendrá que esperar a que mi enturbiada mente se aclare.

Antes de salir del despacho, contemplo mi mayor logro. El logro que ella me motivó a conseguir: Ser alguien en la vida, ser quien quiera ser, ser yo misma. Mi título de graduada en Psicología, dignamente enmarcado, resplandece en la pared. Otras dos titulaciones importantes que me brindaron la oportunidad de tener mi propia consulta cuelgan a su lado. Las demás, de menor peso, permanecen enrolladas en la estantería del fondo.

La estantería es lo opuesto a mi despejado escritorio. Cualquiera afirmaría que robé una sección completa de una librería, concretamente la de Psicología y Autoayuda, por la cantidad de libros que hay sobre la materia. No los he leído todos, pero viene bien tenerlos a mano para cuestiones puntuales. Las dos butacas forman parte de mis herramientas de trabajo. Paso casi todas las horas de la jornada sentada en ellas con mis clientes cuando la interacción es más directa. Cuando cedo todo el protagonismo a los clientes, el diván juega un papel primordial. Nunca me he sentido preparada para tumbarme en él, y soy quien más debería. Lo único que no he logrado del todo es ser yo misma porque la verdad me aterra.

Atravieso la avenida principal de Palma a pie. Vivo en un apartamento decente en el centro de la ciudad, a pocos minutos del despacho.

El reflejo de mi silueta en las cristaleras de los negocios me recuerda que hace doce años era un palillo de dientes acomplejado. Ahora echo de menos aquella figura porque mi vida sedentaria amenaza con convertirme en una foca desde hace dos años. La falda ajustada me aprieta el vientre, casi que me asfixia, y los zapatos de tacón apenas me realzan el trasero. Para tener treinta años, las nalgas me flaquean por lo flácidas que se me han puesto. Sigo sin rellenar el sostén, eso no ha cambiado. Ella me convenció de que amara mi cuerpo, y así lo hice, pero me he descuidado.

Este paseo hasta la casa es prácticamente toda mi actividad deportiva diaria. La otra es tener sexo con mi novia, aunque he estado reacia en los últimos días. La quiero, me gusta mucho, pero estas fechas me ponen sensible a nivel emocional.

—Cariño, has tardado... —pronuncia mi novia, fatigada porque corre en la cinta de correr que le regalé el año pasado. Parece un hámster en una rueda desde entonces, pero un hámster muy tentador con la ropa de deporte ceñida a su cuerpo moldeado. A diferencia de mí, ella siempre ha cuidado su aspecto. Esa morena sudada dejaría sin aliento a cualquiera—. Ya casi termino. —Pero yo me fijo en su uniforme tirado en el sofá y en los zapatos desperdigados en el recibidor.

—Andrea, joder, ¡hasta cuándo te tendré que decir que el sofá no es el armario y que la zapatera está detrás de la puerta para algo! —la riño con mala gana y coloco sus zapatos en su sitio mientras resoplo.

—Ay, Kathy, no es para tanto. —Le encanta entonar el diminutivo de mi nombre con dulzura para ablandarme, pero esa técnica ya no le funciona conmigo—. Pensaba recogerlo cuando terminara. —Detiene la cinta.

—Eso dices siempre. Piensas mucho, pero nunca haces nada. —Engancho las llaves en el llavero después de descalzarme—. Te comportas como una niña irresponsable.

—Y tú como una madre irritante —replica con tono rebelde, pero me corta el paso con una sonrisa—. Lo siento, cariño. —Enlaza los brazos por detrás de mi cuello—. Soy una niña mala. Soy tu niña mala. ¿Quieres que te desestrese? Sé cómo compensarte. ¿Nos duchamos juntas? —Me chupa el labio inferior.

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⏰ Última actualización: May 29, 2022 ⏰

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