1993 - Pacto

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"Entendí enseguida que debía agruparlos en pactos;

fue tan natural como despertar en las mañanas.

El lobo se mueve en manadas,

pues lo mismo"

De Las memorias de Adryo.


Nero y Helena ponían la mesa, quesos curados, pan en rodajas, jamón, paté, vino, ensaladilla.

—¿No será mucho? —preguntó Nero sorprendido por el derroche.

Helena le ignoró; cuando estaba absorta en una tarea era mejor ni hablarle. Nero ya lo ha entendido hace algún tiempo; así que se dedicaba a ayudar en lo que podía o molestar lo menos posible, mientras evitaba y buscaba al mismo tiempo el aliento de sus cabellos batiendo el aire, impregnándolo de un aroma de rosas que podría adormecer un turpial. Sus manos gráciles le daban equilibrio a la mesa sembrada de platos mientras todo su cuerpo hacía correndillas por el comedor, trayendo la copa que faltó, el trapo para secar el asunto, las servilletas de tela que no aparecían, y el cenicero de plata por si a Matin le daba por fumar, puesto que Matin les había dado ya la queja antes, de que los ceniceros de vidrio eran una ordinariez de la modernidad decadente, con esas palabras, aunque parezca increíble.

Con sus treinta años, al menos en apariencia, se preciaba de su vocación de anfitriona; era como si esas empresas la llevasen a otros tiempos que su mente casi olvidaba y; sin embargo, el ritual de poner la mesa entre más ceremonioso, más la transporta a aquella era lejana que temía y añoraba a partes iguales. El timbre por fin sonó, antes de que Nero abriera la puerta, le rogó con un gesto silencioso que esperara, buscó el blazer mostaza que había dejado en la cama para evitar que se arrugara y lo puso sobre su camisa de satín blanco. Nero no pudo hacer otra cosa sino enternecerse ante la coquetería de su mujer, que, como si con esa última prenda hubiese adquirido algún rango militar, se acomodó los pechos dentro del brasier, y con la frente en alto y mirada augusta, le autorizó a abrir la puerta. Nero obedeció la orden, como correspondía por supuesto, y saludó a la feliz pareja que esperaba al otro lado, las expectativas estaban por las nubes; estaban a punto de conocer a la novia del francés.

La mujer vestía un suéter purpura y unos vaqueros azules, por un momento Nero temió por el destino de la joven en las manos de Matin, parecía tener la ingenuidad intacta de sus veintitantos años, su candidez y sus maneras atolondradas, la hacían contrastar enormemente de su cita, al punto que cualquiera podría pensar que habían quedado con otra persona, y simplemente coincidieron en el ascensor.

—Señor Nero, señora Helena, mucho gusto —dijo apenas pasó.

Esas palabras no parecían pertenecer a sus labios, alguien sin duda las había puesto ahí por ella. «No te preocupes» —trató de decirle Nero con una mirada telepática—, «no dejaré que te conviertan en un truco de ventrílocuo».

El francés por otra parte, parecía que estaba filmando una película de detectives de los 90's y tomó un descanso para venir a comer; su camisa blanca estaba tan inmaculada, que con el sol de Alicante a cualquiera pudiese dejar ciego en la calle con su resplandor. Con un movimiento elegante se despojó del saco que a pesar del calor caía hasta las rodillas, al balancearlo en el aire impregnó todo el salón de un perfume amaderado que opacó el aroma de todos los alimentos del mesón, incluyendo las anchoas en aceite, y la fondue de queso azul.

Después de las introducciones pertinentes todos se sentaron a la mesa, cada cual frente a su pareja, y los platos empezaron antes que pudieran darse cuenta a pasar de mano en mano.

NeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora