━ 𝐋𝐗𝐗𝐗𝐕𝐈𝐈𝐈: Te protegerá

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Debía admitirlo: se había acostumbrado a aquella vida, a pasar la mayor parte de su tiempo con Kaia y Drasil. La segunda había insistido tanto en aprender más sobre su cultura y costumbres que en más de una ocasión había abandonado la vivienda con un terrible dolor de cabeza. Pero, por lo general, no le habían desagradado aquellas conversaciones en las que ambos habían aprendido infinidad de datos sobre la sociedad y el estilo de vida del otro.

Le había resultado curioso darse cuenta de que los paganos no eran tan diferentes a ellos —los cristianos—, como siempre le habían hecho creer. Que ellos también eran hombres y mujeres con familias, sueños y aspiraciones.

Drasil era la prueba de ello, de lo mucho que se había dejado llevar por los prejuicios. Había sido a raíz de su convivencia con ella que había empezado a cambiar su opinión respecto a los vikingos y a las falsas creencias que su gente se había encargado de divulgar sobre ellos. Había aprendido a tolerar su compañía y sus piques, y hasta incluso a estar cómodo en su presencia.

Aquella extraña sensación que lo había abordado en su primer encuentro, cuando, nada más verla, la imagen de esa persona que una vez fue su otra mitad se apareció frente a él, reflejada en aquellos radiantes iris esmeralda, había vuelto a manifestarse a lo largo de su estancia en Noruega, especialmente en los momentos de vulnerabilidad de la skjaldmö. Y tal vez aquello hubiese sido lo que le había impulsado a mostrarse más cercano con Drasil, a darle su apoyo en esos instantes tan duros y difíciles para ella... Aunque la realidad era que una parte de él había terminado por cogerle aprecio.

Durante el transcurso de esos últimos meses había tenido muchos sentimientos encontrados. Había odiado a Drasil, culpándola de su mala suerte y de estar tan lejos de los suyos, pero poco a poco ese rencor y resentimiento se habían visto opacados por la luz que desprendía la muchacha. Había sido su actitud para con él, esos pequeños detalles que lo habían hecho sentir acogido, lo que había ablandado su corazón, hasta el punto de que ahora temía por la vida de la que hasta hacía unos minutos había sido su dueña.

Él también era soldado. Sabía lo que implicaba participar en una batalla de tal calibre, lo mucho que estaba en juego, y el hecho de que la propia Drasil tuviese tan pocas esperanzas respecto a su victoria sobre el bando contrario no había hecho más que incrementar ese extraño desasosiego que se había implantado en su pecho a raíz de su última conversación.

Suspiró lánguidamente.

Quedaban pocos minutos para que el ejército abandonara Kattegat, de ahí que las calles de la capital estuviesen atestadas de hombres y mujeres que iban de aquí para allá con premura, ultimando los preparativos de su partida. Él, por su parte, se dirigía a los barracones, ya que, a pesar de que volvía a ser un hombre libre, no tenía otro lugar al que ir. Drasil le había concedido la libertad, sí, pero él seguía siendo una oveja perdida en una manada de lobos hambrientos.

No sabía nada de aquellas lejanas tierras, ni tampoco conocía a nadie que pudiera echarle una mano. Las únicas personas capaces de ayudarle en ese aspecto eran Kaia y la propia Drasil, y ambas formaban parte de las huestes que lucharían contra el rey Harald Cabello Hermoso. Estaba solo y desamparado, perdido en una inmensidad de la que no sabía cómo salir.

Aunque lo que sostenía en la mano derecha era una buena ayuda, de eso no cabía la menor duda. Y es que la castaña, antes de marcharse, le había dejado junto a la puerta principal una bolsita con algunas monedas de plata, además de un brazalete como el que llevaban todos los escandinavos. Según tenía entendido, aquellas pulseras representaban a los hombres libres, quienes comenzaban a usarlas como símbolo de su transición de niño a adulto. Justo lo que necesitaba para dar veracidad a su puesta en libertad a ojos de los demás.

➀ Yggdrasil | VikingosWhere stories live. Discover now