32. El portal

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Silencio. Inmovilidad. Podía sentir el metal tieso aún en mis manos y la sensación de su filo incrustado en un cuerpo ajeno. Nadie se movió por varios segundos, ni yo, ni mi víctima. Cuando caí en cuenta que el tiempo no se había detenido, sino que seguía su curso y pude percibir el murmullo de sorpresa de mis amigos, deslicé con cuidado la espada fuera de aquella fisura que se sentía como piedra. Di varios pasos hacia atrás y enderecé mi espalda. Tuve que inclinar mi cabeza hacia atrás para ver al enorme coloso etéreo que se encontraba en cuclillas frente a mí.

Mis amigos corrieron en mi dirección. Quise advertirles que no lo hicieran. Aún era muy pronto para suponer que el peligro había terminado, pero no lo hice, ya que el ruidoso movimiento del metal y las grebas me puso en alerta una vez más. Era el enorme ángel guardián que salía de su estupor y volvía a moverse como cualquier ente vivo.

Empuñé mi espada con fuerza y la apunté en su dirección. Agité mis alas, pero sin levantar los pies del suelo. Me posicioné por delante de ellos, utilizando mi propio cuerpo a modo de escudo. Sólo podía pensar en proteger a mis amigos, incluso a costas de mi propia vida.

No podía ser, estaba seguro que había incrustado mi espada sagrada en su pecho. ¿Cómo podía seguir vivo después de eso?

— Pensé que lo habías matado — dijo Mayo al ver como el ángel se ponía de pie ante nosotros, triplicándonos en altura y masa por mucha ventaja.

— No, no es tan fácil matar a un ángel — le respondió Raguel, tomándola de una mano, de manera protectora.

¡Por supuesto!, no podía confiarme tan rápido. Necesitaría mucho más que una apuñalada para vencerlo..., mucho más que eso.

— Sólo los ángeles puros tienen la entrada permitida — la voz de Nasargiel volvió a repetir aquella frase que había escuchado antes de la pelea.

No podía creer en sus palabras. ¿Qué estaba mal? ¿Acaso no era un ángel puro ahora? Yo había sentido la trasformación en el icor de mi sangre, como este me poseyó y quemó hasta el último rastro de humanidad en mí.

Ahora era un ángel.

Abrí mis alas, con intención de prepararme para un nuevo vuelo. Entendía que la batalla no había terminado allí, no, recién comenzaba. Pero esta vez, me sentía con algo de ventaja.

Nasargiel comenzó a caminar, pero para sorpresa de todos lo hizo para alejarse de nosotros y acercarse a la puerta. Si eso ya no era bastante sorprendente, nos descolocó aún más cuando sentimos el crujir de la roca a nuestros pies y el sismo que se contagió a las paredes callosas. Eran las puertas al infierno, que luego de mostrar un fiero haz de luz entre ambas hojas, estas giraron pesadamente sobre sus propios goznes y se abrieron de par en par, mostrando el fuego infernal y el lamento de las almas atormentadas allí condenadas. El grito de dolor de miles llegó hasta nuestros oídos, y nos heló la piel, el tufo a azufre y muerte inundó nauseabundamente nuestras narices. Todo lo que de ese lado provenía nos alertaba el icor en la sangre, no pertenecíamos a ese plano, a esas sombras y maldad.

Estaba abierto el portal, teníamos el tártaro a unos metros de nuestros pies.

El ángel coloso, se paró, como un guardia, a la izquierda de la puerta, y recto anunció:

— He aquí el portal entre lo terrenal e inmaterial, yo, potestad de los límites, cedo el camino a los mayores servidores de Él, como se me ha encomendado. Yo cumplo.

Fruncí el ceño ante la incomprensión. Sus palabras me eran claras, pero la situación confusa.

Nasargiel, tomó la empuñadura de su espada entre sus dos manos, y clavando la punta del filo en la piedra, entre sus dos pies, dio inicio a su estado de descanso perpetuo. Su piel comenzó a agrietarse y endurecerse, hasta que se halló, por completo, petrificado, tal cual lo habíamos encontrado.

AngelusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora