En la sala de espera

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En esta ciudad donde todo el mundo siempre va con prisas y con el ansia viva de ser el primero en todo; ya sea ser el primero en subirse al metro, el primero en conseguir las entradas para el evento de turno o el primero en subirse al avión, se crea una sensación de urgencia que va colándose poco a poco en tu rutina, hasta que ya ni eres consciente de que se puede vivir de otra manera.

Por eso cuando elegí la cita para ir a donar sangre no me di cuenta de que era nochebuena, primero porque aquí no la celebran y segundo porque después de tres intentos seleccionando fecha y ver que todo estaba completo, una ya se empieza a impacientar.

Así que cuando ayer me llegó el recordatorio al móvil de mi cita, me entró una pereza infinita de tener que ir y al mismo tiempo unos remordimientos más infinitos aún de cancelarla y negar mi sangre a alguien que la necesita más que yo.

Al final en esta lucha entre pereza y remordimientos han ganado las vocecitas de mi cabeza que susurran que un mareo bien vale una buena acción. Y aquí estoy entrando al centro de donaciones un 24 de diciembre muertecita de frio.

La chica de recepción es un contraste visual para mis ojos, ya que está vestida de Papá Noel pero su cara no demuestra mucha felicidad. A lo mejor tampoco es de allí y está pensando que ella debería estar ahora mismo con su familia preparando la cena. En el fondo me da pena, supongo que el consuelo es que todos estamos allí para hacer algo por alguien que no sea nosotros mismos.

Después de darme los formularios de rigor, me pide que tome asiento y que tenga paciencia porque llevan un poco de retraso. Nada como una sala de espera para perder el tiempo. Yo siempre vengo preparada en estas ocasiones, con un libro y con un cuaderno con un bolígrafo especial por si me entra la inspiración, pero 9 de cada 10 veces acabo quitándome el abrigo y observando disimuladamente al personal.

Y esta ocasión tampoco iba a ser una excepción. Mientras me tomo el líquido y los alimentos requeridos, mi mirada se va posando en cada una de las personas que están allí como yo esperando a hacer la buena acción del día.

Somos unas 15 personas, y solo 5 vamos con el traje que indica que acabamos de salir de la oficina. El resto lo forman las que adivino que son 3 amas de casa, 2 jubilados , 2 hippies, una pareja de enamorados solidarios y una adivina. Lógicamente esta ultima es la que más llama mi atención. ¿Y cómo sé que es una adivina? Porque entre las piernas se había echado una especie de manta y estaba barajando unas cartas de tarot. No lleva un turbante en la cabeza, por lo que deduzco que es una adivina moderna o alguien que sabe muy bien como matar el tiempo.

Tenía que haberme sentado más cerca, a ver si se me pegaba algo de intuición adivinatoria, pero al menos puedo ver medio hipnotizada como va moviendo las cartas y colocándolas en forma de estrella sobre sus piernas. Está como en trance, imagino que por la música o lo que sea que esté escuchando tras esos enormes auriculares amarillos.

Lo que me sorprende es que soy la única que la está mirando, el resto está a lo suyo leyendo, mirando el móvil o viendo el concurso que están echando por la tele. ¡Serán aburridos! Menos la pareja de enamorados, que esos son de los empalagosos que no saben comportarse en un lugar público y deberían buscarse un hotel. Pero el resto, la misma imagen estática que puedes encontrarte cada mañana en el vagón de un metro cualquiera.

Y entre sorbito y sorbito me distraigo con el vaivén de las cartas y quedándome con las ganas de saber lo que le están diciendo sobre el futuro. En otros tiempos me hubiera acercado a ella como si fuéramos amigas de toda la vida e incluso pedido que me las echara, pero esta gente me ha convertido en una asocial que se comunica lo menos posible con el exterior.

Como no sé leer la mente de las personas, a veces mis ojos se quedan fijos en la pantalla del móvil de una de las mujeres que tengo sentada a mi lado y en su habilidad de saltar de seis conversaciones de WhatsApp a una compra de una batidora en Amazon, a la lectura del periódico online sensacionalista más leído en la ciudad. ¿No es una maravilla las habilidades que hemos desarrollado en estos años?

Como soy de aburrimiento fácil, pronto me fijo en el personal del centro que se me había pasado por alto. No sólo la recepcionista va disfrazada del gordo de traje rojo, sino que los enfermeros y estudiantes en prácticas también han elegido algún personaje navideño para vestirse ese día. Tenemos renos, la mujer de Papá Noel, ángeles, galletas de jengibre y hasta regalos de Navidad. ¡Menudo despliegue! Lo que no me cuadra mucho es el poco espíritu navideño que se respira en la sala. No se escuchan botellas de anís, villancicos ni panderetas. En los platos no hay turrones y el árbol de navidad es simplemente una guirnalda en forma de árbol pegada en la pared. Pero oye, que aquí estamos todos para donar nuestro regalo navideño en forma de glóbulos rojos, que no nos pidan más.

Es como si estuviera dentro de un universo paralelo a las infinitas luces que adornan la ciudad y a la multitud de gente que en estos momentos colapsan las estaciones de tren para llegar a tiempo a casa por Navidad, porque aquí lo que importa es el 25, no nos engañemos.

En este centro se ha creado un microclima donde la calefacción te obliga a quitarte el abrigo y el cansancio de los que esperamos demuestran el agotamiento de estas fechas en nuestras vidas. Quizás no nos importa este día o no tengamos a nadie con quien celebrarlo o seamos unos rebeldes sociales que celebramos la Navidad a nuestra manera y sin seguir el orden establecido. O somos unos despistados que podríamos haber elegido otro día en el calendario para ir a donar sangre.

Miro el reloj y observo que ya llevo 45 minutos esperando en esta silla que se me clava en la espalda. Justo cuando pienso que debería hacer algo productivo, el enfermero vestido de reno, coge una carpeta azul y pronuncia mi nombre con un acento que delata que no sabe pronunciar la "c". Me levanto y me dirijo hacia el mostrador, no sin antes percatarme que la adivina tiene la mano encima de la carta de la Estrella. Ella sigue a lo suyo, pero cuando paso a su lado, me dice Feliz Navidad, en un perfecto español.

Quién sabe, quizás este mundo aún tiene esperanza de salvarse.

En la sala de esperaWhere stories live. Discover now