Acto III: el castillo y el General

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En la cantera se había corrido la voz. Un joven que se había opuesto a los palos y había vencido, que los había roto. La gente de la cantera ahora se agolpaba en la residencia del noble dueño de las canteras: un castillo, nada menos. En el castillo estaba de visita el propio General en persona, que se había interesado en la fortuna de ese noble.
“¿Qué está pasando?” preguntó el General, curioso e irritado al mismo tiempo.
“¡Bastardos malagradecidos! Están atacando la fortaleza, mi general. Deberíamos marcha-”
“No” el noble fue cortado secamente por el General.
“¿D-disculpe?” preguntó el rico, asustado y sudoroso.
“Que peleen si quieren, pero de mi no pasarán.” afirmó el General crujiendo sus nudillos y quitándose la chaqueta. Entonces, vertió de una bebida en un vaso y se lo ofreció al noble:
“Mientras tanto, disfrute del espectáculo” la pobre excusa de sonrisa del General erizó el vello hasta a sus propios soldados.

Mientras tanto, un hombre roto observaba el cadáver del anciano que le había enseñado. La Chatarrera se había retirado: decía que no se había comprometido a pelear contra monstruos o demonios, y que para morir horriblemente prefería vivir esclavizada. Las palabras de la Sombra resonaban aún en su mente:
“Si buscas amor, vence al General”
El Hombre se levantó, y fijó sus ojos, de un ámbar apagado, en la fortaleza que se alzaba en la lejanía. Se dirigió sin prisa, apreciando el paisaje que ofrecían las cuevas sin gente dejándose las manos por aquellos diamantes. Cuando llegó la matanza ya había empezado, dejando ruidos disonantes de toda clase. Los soldados golpeaban con sus palos, pero tres o cuatro trabajadores se les echaban encima de formas impensables, y entonces los palos de poco servían. De todas las figuras que veía había una grande, ancha, con unos brazos como troncos. Sus ojos azabache no emanaban ni ira ni miedo, sino una satisfacción y alegría imposibles para alguien que está en medio de una matanza.

El General se percató de la presencia del Hombre enseguida. Casi estaba saltando cuando fue al encuentro de su oponente. Mientras tanto, la Dama observaba con angustia en sus espejos de mar, rezando por su amado.

El Hombre alzó su guardia cuando el General soltó un directo con dirección a su cara. El Hombre deslizó su brazo como su maestro le había enseñado hace ya tanto y desvió la dirección del puñetazo hacia afuera, antes de responder con una racha de golpes rápidos y cortos hacia el torso del General, el cual sintió punzadas brutales por todo su abdomen. La racha se vió acompañada de un golpe de palma a la barbilla y un puñetazo a la tripa. Pese al dolor, el General se lanzó a agarrar la cintura de su oponente. El Hombre reaccionó como el rayo propinándole un rodillazo en el pecho. El General tosió y recibió otro en la nariz, lo cual le hizo arquearse hacia atrás. Mientras el Hombre continuaba la paliza, la niebla se acumulaba, los gritos se ahogaban y la Sombra aparecía. La Dama intentó gritar, pero su voz no salía. La Sombra rodeó a los contrincantes y el viento susurro al Hombre:
“Hazlo, acaba con esto. Libera a tu gente, libera a tu amada.” justo entonces el General le derribó y el Hombre le rodeó el cuello con sus piernas.

El general intentó agarrar el poncho, pero el Hombre se lo quitó y le propinó un brutal puñetazo en la nariz. La cara del General se había vuelto un reguero de sangre, y el pelo suelto del Hombre se bañaba en esa sangre, ungiendose. Al contrario de lo que cualquiera pensaría, por la mente del Hombre solo pasaba una suma decepción. Se esperaba algo más, pero ni el propio General le satisfacía. Era demasiado fuerte. Eran demasiado débiles.

Todo se quedó parado por unos segundos

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Todo se quedó parado por unos segundos. Unos segundos muy largos. Entonces el viento habló:
“Alzate, tu que has derramado la sangre de la autoridad” una figura embarrada y cubierta de sangre se levantó como si por magia se moviese.
“Muéstrate ante Shēdo, criatura” la figura se arrastró hasta la otra figura. La Dama sólo podía mirar con horror y asco, mientras las lágrimas se agolpaban en sus orbes de mar tormentoso. Aquello no era el muchacho del que se había enamorado, no era humano siquiera… Era un monstruo, un demonio.
“Ahora, en un baño de sangre te bautizas y así vivirás hasta el fin de los días. Dame tus brazos” la masa sangrienta extendió dos brazos de carne y hueso. Cuando la criatura sombría tocó esos brazos, se volvieron brillantes y metálicos.
“Tus armas serán tus brazos, y con ellos castigarás a las impurezas de este mundo” la sangre se diluyó, dejando un pelo rojo y oscuro y unas marcas más allá de toda descripción. El Demonio se arrodilló ante su nuevo señor. La Dama quería llorar, patalear, gritar. Pero el horror de la escena la paralizaba.
“Marcha, Ketsueki, marcha… Y BRINDA JUSTICIA AL MUNDO” estas palabras fueron fuertes, pero más fuerte fue el alarido del Demonio, que pronto se convirtió en un rugido inmundo.

Cuando ambas pesadillas se marcharon, la Dama rompió a llorar. Todo el sufrimiento sólo para crear un monstruo horrendo, una aberración. La Dama vagó hasta que dió con la forja, donde la Chatarrera le abrazó y preparó comida. Pero la Dama no podía comer, sólo veía el hierro, el hierro… Un metal sin belleza, pero resistente… Los orbes de la Dama se oscurecieron, mientras su mente planeaba algo muy peligroso. Habría sangre, si, pero sólo la de los soldados que explotan a la gente. Ella derramaría toda la sangre necesaria, hasta entrenaría a otras personas para ello. Y cuando se hubiese derramado suficiente sangre, ellos aparecerían para intentar persuadirla, momento en el que ella acabaría con sus vidas, oh, sí…

Mientras el plan tomaba forma, los labios de la Dama se crispaban en una sonrisa horrenda y desquiciada. El amor de su vida se arrepentiría de darle un beso, lo juró por los ángeles y los demonios, su amado se arrepentiría…

“Un momento, eso no tiene sentido, Kizu.”
El niño miró a la anciana enfrente suyo con desconcierto.
“Entonces, ¿La dama es mala también?” preguntó mirando los ojos incoloros de la señora.
“Puede decirse, después de todo, quien derrama sangre no es bueno” respondió la Anciana con seguridad. A su lado tenía una hoja de hierro corta, recta y afilada, y un escudo un poco más grande que su propio brazo. El niño iba a preguntar, pero sus padres le llamaron, y se tuvo que ir. Mientras tanto, la Anciana se quedó en silencio. La dama había hecho un plan, y lo iba a cumplir.


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