EPÍLOGO

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Había vuelto. Ellos lo observaban a la distancia, encontrándolo casi de casualidad. El cielo estaba rojo, y los últimos rayos del sol se colaban débilmente entre las nubes que surcaban el horizonte.

Él sólo miraba vacíamente aquello que tenía al frente. Una pequeña lápida con un único nombre grabado: Rin. Las flores aún estaban frescas, y lo que quedaba del incienso ofrecido como homenaje todavía conservaba un poco de su aroma. Hacía poco más de dos días que había visto a la dueña de esa lápida y la había escuchado hablar. Ahora sólo quedaban sus cenizas en una urna enterrada, y aquella piedra fría y tosca que tenía su nombre.

No hizo mueca alguna, como si también él fuera como los fríos monumentos que invadían el modesto cementerio a las afueras de la aldea. No había estado ahí durante los procesos fúnebres, ni tampoco para la cremación. No era su lugar y de haber podido elegir, jamás habría vuelto a poner un pie en ese sitio.

Pero lo hizo.

No se había despedido la primera vez, y debía ahora hacerlo.

Kagome e Inuyasha se quedaron parados en su lugar, bastante lejos como para no entrometerse en su privacidad, pero lo suficientemente cerca como para saber lo que hacía. Él sabía que era observado, pero no les daba la más mínima importancia. Nunca le importaba lo que pensaran los otros sobre él.

La pareja se quedó clavada en esa porción del camino, sin siquiera moverse. Justo como habían hecho aquella noche en la que Rin falleció.

Kagome había sentido la presencia de los moradores justo cuando la muchacha lo hizo, y tardó muy poco en entender sus intenciones. Con el miedo corriéndole furiosamente por las venas, y la adrenalina a su máxima capacidad, sólo fue capaz de ordenarle a su hija que fuera con Sango y salir corriendo en dirección al bosque, donde aquella sensación de muerte se aglomeraba a niveles increíbles. Inuyasha la interceptó en el camino, y bastó con que ella le diera una mirada consternada para que él supiera lo que sucedía. Montó a su mujer en su espalda y dando saltos hábiles entre las ramas, alcanzaron el lugar poco después de que comenzara a llover.

Rin se acababa de sentar en su casilla de oraciones, con Sesshomaru escudriñando los alrededores con su mirada asesina. Ambos sintieron lo mal que estaba todo con sólo observarlo, y la cara agotada y desfallecida de Rin tampoco dejaba lugar a duda.

Inuyasha dio un paso para salir del grupito apretujado de árboles que los ocultaba de la vista ―Sesshomaru estaba tan concentrado que parecía no notarlos―, pero su mujer lo tomó de la manga para impedírselo. Le negó débilmente con la cabeza cuando éste le preguntó mudamente qué hacía.

No tengo más poder que Sesshomaru ahora ―le explicó en un susurro―. Déjalos solos.

Resignado, al hanyou no le quedó más opción que abandonar sus intenciones y permanecer oculto con Kagome, como un público silencioso y nervioso.

Cuando Rin comenzó a hablar, Kagome no pudo escuchar nada de lo que decía. La lluvia golpeando las hojas y su débil tono de voz se lo hacía imposible, pero Inuyasha la oía con total claridad. Pocas veces se había sentido tan mal y afligido. La muchachita que había estado intentado proteger por los últimos años le daba las gracias a su hermano con un dolor que lograba traspasarlo a él también. No podía ver la cara de Sesshomaru, pero creía tener una idea de cómo estaba. Aunque sus facciones nunca lo reflejaran, eso no significaba que por dentro fuera igual. Él sabía que no. Por más desgraciado, frío y arrogante que fuera, Inuyasha sabía que su único punto débil lo tenía aquella chiquilla cuya vida se desvanecía ante sus propios ojos. Cómo agradeció que Kagome no pudiera oír nada. La miró de reojo para asegurarse de que así fuera, y la descubrió llorando, con una mano en el pecho, apretujando la tela de su haori blanco. El que no pudiera escucharlo no significaba que no pudiera darse una idea de lo que estaba diciendo, ¿verdad? Sólo pudo ponerle una mano en el hombro en señal de apoyo. Alguno de los dos debía serlo para el otro.

Fragile SoulWhere stories live. Discover now