Margaritas azules

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Quisiera o no, bien o mal, yo era una de esas margaritas. No quería vivir, me había cansado. Ya no me pesaba respirar porque la verdad no me importaba. Esperaba que un día me dieran las pastillas equivocadas y me mataran, quería caerme del caballo, quería ahogarme en el lago, lo que fuera. Quería dejar de extrañar las partes de mí que había dejado tiradas por ahí. Me dolía el cuerpo de Sid pudriéndose bajo tierra, sin mí, sin él, sin nada que lo salvara. Me dolía saber que Mati estaba en algún lugar perdido, me dolía haberlo hecho necesitarme para luego dejarlo. Lo amé. Lo amaba todavía pero no podía regresar, sabía que solo iba a arruinarlo más. Incluso mis padres que siempre creí, habían dejado de ser una parte de mí, me dolían. Me dolía haber sido la decepción más grande de sus vidas, me dolía la mirada de mi papá huyendo de la mía porque no entendía porque había querido terminarlo todo. Me dolía que nunca pasó por su cabeza que en lugar de demostrarme amor con exigencias y expectativas, me lo podía haber demostrado haciéndome sentir que valía la pena, que no necesitaba ser algo para que me quisieran. ¿Por qué no me dijo que solo tenía que ser yo? Incluso mi madre a quién había relegado a un oscuro rincón de mi vida para no sentir todo el daño que me hacía, aparecía doliéndome, haciendo que me cuestionara porque nunca quiso apoyarme, ser la mejor amiga que las niñas quieren. Porque podía querer fingir que había crecido pero en el fondo solo había ahogado a la niña que era dentro de mí. Ella me dolía también, la había decepcionado de tantas maneras. Intenté negar que existía, hice todo lo que ella no habría querido que hiciera. Y todo esto, con lo mucho que me pesaba, no cambió nada. No decidí intentar revivir a esa niña, que no vivía pero no estaba muerta; no intenté perdonar a mis padres ni quererlos, no intenté salvar a Mati porque no debía hacerlo yo, sabía que no me quedaría para cuidarlo. Y Sid, la única causa que no estaba perdida porque me había rendido yo, sino porque él lo había había hecho, era la que yo quería poder reparar. Quería escaparme y echarme a llorar en su tumba, quería morirme allí mismo para ir con él y rogarle que me perdonara por dejarlo solo, por no ver que me necesitaba. Quería otra vez destrozar la casa de sus padres y gritarles que no fueran hipócritas, que no supieron ver la luz dentro de su hijo por que fueron cegados por prejuicios estúpidos. Pero si de deseos se tratara, desearía volver en el tiempo, deshacerme de ese novio que lo rompió y abrazarlo, decirle que era el único recodo de compañía en esa soledad que me acompañaba siempre.

Pero no se puede volver en el tiempo.

Los deseos no se cumplen.

Por más que cerraba mis ojos y deseaba con fuerza, nada, nada podría salvarme. Para bien o mal, yo era una de esas margaritas que vivían de los desperdicios de su propia tristeza. El fuego de ese infierno que cada una de nosotras había creado nos quemaba sin poder matarnos. Nos consumía y al mismo tiempo creaba más para consumir. Esa es la maldición de la monotonía, hacer para deshacer. Era un círculo vicioso y para mí y todas las margaritas no parecía existir la esperanza.

Las margaritas que florecen en el infiernoWhere stories live. Discover now