1: Cruzar la cañada

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La noche llegó sin avisar. Cayó sobre nosotros como una fiera oscura, pero también como una bendición que ocultó nuestros pasos apresurados y temerosos conforme nos adentrábamos en ella y en la cañada.

Me tendí en mi catre sin mucho ánimo, a pesar de lo cansada que me sentía. Las piernas me dolían como si hubiese corrido un maratón —o como si hubiese caminado kilómetros sin parar—, pero el estar recostada solo hacía que mis pies, mis rodillas, cada músculo y articulación de mis piernas y cadera protestaran.

Mi compañía se había detenido a la orilla de un río que encontramos al cruzar la cañada, luego de un largo viaje; montamos las tiendas tan rápido como la poca luz y nuestros agotados cuerpos nos lo permitieron, y luego de una escuálida cena, y de echar a la suerte quién sería el primer vigía, nos fuimos a dormir.

El calor era insoportable, pero como la única mujer en ese grupo no me era muy atractivo dejar la puerta abierta, ni siquiera cuando mi piel perlada en sudor rogaba por una mísera brizna de aire fresco. Aunque no era como que el aire del exterior fuese más frío.

Las tiendas que habíamos llevado en esa ocasión estaban hechas para soportar la lluvia y la niebla, para ser cálidas, pero el clima había sido inclemente, presentándose ante nosotros solo el sol abrasador y tal calor que el sudor se evaporaba de la piel apenas aparecía. Nos habían mentido: dijeron que íbamos a pasar por lugares húmedos, fríos y pantanosos, así que prácticamente todo nuestro equipaje era inútil, excepto los catres... aunque, si bien agradecí no tener que dormir sobre el suelo pedregoso, no me ayudaba a descansar.

Giré en mi catre sin conseguir conciliar el sueño y rogué por un poco de paz a quien sea que pudiese escucharme. Que no nos hubiesen seguido. Esa tarde habíamos emprendido una retirada urgente que nos obligó a casi matar de esfuerzo a nuestros pocos caballos para evitar ser asaltados, y conseguimos escapar de pura suerte al perdernos en los barrancos. Luego de eso tuvimos que caminar, y caminar, y caminar, siempre a través de pedregosos y arenosos senderos que amenazaban con torcer el tobillo de quien no prestara la suficiente atención, hasta que por fin encontramos un lugar plano y aparentemente seguro para descansar. A pesar de ello, algunos aún nos sentíamos inseguros, así que fui yo quien sugirió que hiciéramos guardias.

La luz de la pequeña fogata del vigía en turno se colaba a través de la tela y proyectaba sombras un tanto fantasmagóricas en la tela de mi tienda. Fue por ello que no me pasó desapercibida la figura que se dirigió a mi puerta.

No pensé dos veces antes de desenfundar el cuchillo que había guardado bajo la almohada, en caso de que los bandidos nos hubiesen encontrado de nuevo. Mi corazón se saltó un latido al ver que la puerta se abría, pero luego un suspiro escapó de mis labios al ver que solo se trataba de Gavin, convertido en una oscura silueta gracias al fuego.

—¿Remy? —llamó en voz baja, como si temiera despertarme, pero se detuvo al ver que tenía los ojos abiertos y el brillo que emitió mi daga al reflejar la luz de las llamas—. Cielos, no me apuñales, cariño. Tranquila. Todo está bien ya.

Resoplé.

—No quiero confiarme —me enfurruñé mientras devolvía mi arma a su escondite y Gavin se acercaba para tenderse a mi lado en el catre.

Me encantaba cuando me acompañaba, pero en ese momento tenía tanto calor que su cuerpo parecía hecho de brasas ardientes que irradiaban tanto como un horno. Debido al tamaño del catre, me vi obligad a estar muy cerca de él.

—Al menos quítate la ropa, estás ardiendo —rezongué.

Escuché su risa baja mientras volvía a levantarse y se deshacía de su casaca, sus botas y su camisa, hasta quedar solo con sus pantalones.

La puerta de la Noche Eternaजहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें