Ailén volvió a la realidad como si hubiese estado viviendo en un sueño hasta ese instante, en el que había despertado de golpe. Su respiración perdió la coordinación y su aliento abandonó su cuerpo.

— ¿Qué?— Le preguntó en voz baja, comprobando si las palabras que había oído salir de él eran ciertas.

Eryx pegó su frente con la de ella y le pasó una mano por la mejilla, incapaz de tenerla más tiempo desocupada de tocar su piel.

— Me cuesta mucho... expresarme. Lo siento.— Se avergonzó, amagando una sonrisa.— Pero si no logro decírtelo sé que lo lamentaré.

De esa manera recuperó la confianza en sí mismo para entregarle su alma si era necesario y demostrarle que le quería de una forma que era incapaz de explicar. Pero ella no le dejó hacerlo. Ese era el instante que había estado esperando para olvidarse de todo por unos minutos: de su amor pasado por Tracer, su presente odio hacia Kiles y su tristeza infinita por Yael.

Los dedos de Ailén, que reposaban en la pierna del otro, subieron por su cintura y su pecho hasta colocarse detrás de su cuello. Notó el suave tocar de su cabello entre ellos antes de atraerle hacia su rostro, donde sus labios se encontraron. Los de Eryx le parecieron tan agradables y delicados como eran las palabras que escogía antes de hablar. Bajaron por su barbilla, su mandíbula y su cuello, provocándole cosquillas al rozarlos con su cutis mientras susurraba su nombre. Ailén le cogió entre sus manos para llevarle de nuevo a sus labios, muriéndose de ganas de volver a besarle de una forma vehemente. Eryx fue quien marcó el ritmo de sus besos, tomando el control al esperar, mientras intercambiaban sus respiraciones, su consentimiento. Ella asintió para dejar paso a un apasionado beso que les dejó tumbados en el suelo.

El policía fue el primero en separarse después de exhalar pesadamente, buscando el aire con su boca entreabierta. Ailén se giró hacia él, apartando una brizna de hierva seca que se enredaba en su pelo. Él se reclinó sobre el césped marchito, limpiándose las rodillas de la tierra seca.

— Este mundo no está construido para ti, Ailén.

— ¿Por qué echo de menos que me llames por mi apellido?

— Si quieres podemos volver al punto inicial.

— Ni de coña. ¿Y perderme tu lado romántico?

Las mejillas de Eryx se tiñeron de rojo a la vez que la funesta ciudad comenzaba a despertarse y se escuchaban lejanas sirenas de policía recorrer las calles.

— Lo digo en serio, puedo ayudarte a salir. Ven a Sagta conmigo.

En otra ocasión, Ailén hubiese dicho que sí. Quizá en otra época o en otro mundo. No se lo habría pensado un segundo si no se hubiera propuesto acabar con Kiles y, sobretodo, encontrar a Yael. Era la única meta que se había puesto antes de morir y debía cumplirla sin dejar cabos sueltos. Y con aquello contaba ser parte de la vida de alguien más, que no fuera la suya propia. No podía aceptar ese destino idílico, por muy tentador que fuera.

— Te equivocas, yo he sido creada para estar aquí. Almas es mi vida, creo que nunca podría dejarlo atrás. Son demasiados recuerdos, demasiadas cosas en mente.

Él se mordió el labio inferior, arrancando una pequeña piel levantada, y se puso en pie. A diferencia de ella, Eryx no miraba nunca atrás y esa era una de las razones que los separaba.

— Siempre puedes cambiar de opinión.— Le tendió el brazo para ayudarle a levantarse.— Me quedaré a tu lado de todas formas.

— ¿Hasta que se resuelva todo?

— Hasta que tú me apartes, Dábalos.

****

Iban a ser las 9 de la mañana cuando Ailén había bajado del campo para reunirse en el barrio con su mejor amiga. Las calles seguían vacías, de no ser por algún que otro negocio que había abierto sus puertas, como el supermercado, un kiosko o la licorería. Ailén no se atrevió a pasar por delante e hizo un rodeo hasta llegar al lugar donde habían quedado, bajo el centro recreativo cerrado. Esperó a que llegara la otra chica apoyada en una antigua cabina telefónica que todavía funcionaba.

Vera no tardó en aparecer, con su pelo atado con prisas detrás de la nuca y una camisa de franela de cuadros. Ailén le había enviado un mensaje, ya que sabía su número de teléfono de memoria porque era al que llamaba en emergencias, para comprobar si estaba bien.

La pelirroja le abrazó con una sonrisa nostálgica y le cogió de la mano.

— ¡Te he echado de menos!

— Y yo a ti, hay tantas cintas que quiero decirte que no sé por dónde empezar.

Caminaron durante largos minutos en los que Ailén le puso al corriente de lo que estaba sucediendo en su vida desde que se vieron en Dagta, hasta llegar a lo ocurrido la noche anterior en la licorería. Evitó el tema del asalto de Ulises y sus amigos porque no sabía cómo abordarlo o por dónde empezar. Cada vez que lo pensaba, muchas emociones le venían a la mente de cómo se sintió y se sentía, y se hacían una bola cuesta abajo cada vez más grande que no podía explicar en voz alta.

— Esto aterra,— le soltó Vera de pronto, captando su atención,— no sé qué trama mi tía vendiendo tantas armas. ¡Y no solo a Tracer! Perdón,— bajó la voz—, no quería gritar, es que... le vi el otro día venderle a un hombre encapuchado con pinta mala...

— ¡Kiles!— Dijeron a la vez.

Vera se cubrió la boca abierta y Ailén le cogió del brazo tras notar un escalofrío. Si ambas llegaban a la misma conclusión, se volvía automáticamente algo cierto. No era la primera vez que sus teorías acertadas, aunque más ligeras, se habían convertido en la realidad.

— No se lo cuentes a nadie más que a mí, Vera. A nadie. No podemos fiarnos de ninguna persona, ¿entiendes?

— Sí, pero se lo he contado a Rubí, ¿he hecho mal? ¿Sí, no?

— Rubí es la sobrina de Sentenza. ¿Cómo te has vuelto tan cercana a ella de repente?

La chica tatuada se encogió de hombros y se cubrió las mejillas con sus manos para evitar que Ailén le viera sonrojarse, aunque ella pudo verlo de igual manera.

— Como él esté metido de alguna manera en esto... no sé–

Un coche se subió a toda velocidad a la acera y frenó delante de ellas, cortándoles el paso hacia adelante. Vera se pegó un susto, cayendo al suelo, y a Ailén le costó unos segundos recomponerse antes de que tres hombres y una mujer vestidos de negro bajaran del coche que casi les atropelló. Vera pegó un grito buscando ayuda, todavía en el suelo, pero fue inconscientemente, ya que las dos sabían que nadie iba a hacerlo. Podía ser incluso que la vida de ambas acabase en ese momento, con las cuatro personas bajando de un coche que no sabían de dónde había llegado ni por qué las querían.

La mujer sacó un bate del maletero y le pegó un golpe en la cabeza a Vera mientras los hombres la ataban por las extremidades con unas cuerdas. Luego se acercó a Ailén, que ponía más resistencia a manos de los encapuchados, y alzó el bate para dejarle inconsciente.

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