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Las ganas de vomitar bailando en su laringe eran acompañadas por el compás irregular de su respiración, siendo la mano del monarca apretando la suya lo único que lo mantenía en pie mientras finalizaban su recorrido hasta el vestíbulo ancho de la entrada. 

Al encontrarse detrás de las rejas delicadas y muros que resguardaban El Jardín, Takemichi recibió una última caricia de su madre en cuanto ésta colocó una rosa entre los mechones del costado superior de su cabeza; era blanquecina e impropia de impurezas que pudieran manchar su aroma o color.

Takemichi rogaba que no fuera cierto, que mamá lo abrazara y lo llevara adentro para jugar con sus hermanos y explorar el bosque con su amigo felino, comer arándanos por siempre y convertirse en el sucesor del puesto de "el padre de la casa" para que ninguno de sus hermanos tuviera que prestarse a ajenos o irse nunca más. Él era un niño atrapado en el cuerpo de alguien que apenas rozaba la edad adulta; no conocía nada de las afueras con las que tanto había soñado, no entendía la crueldad del mundo y menos entendía el porqué tenían que servirles a tales bestias sedientas.

—Mi señor, traeré las maletas del joven Hanagaki de inmedi-.—la charla de la mujer fue cortada por el dedo índice que el amo había levantado.

—No lo preciso, gracias.— sonrió aberrantemente, tirando suavemente de la mano de la flor para que ambos se encaminaran al auto: el más pequeño mirando hacia atrás buscando alguna señal de salvación de su madre, quien le dio la espalda de una manera inmediata, causando que el corazón se estrujara por segunda vez en su vida.

Ya en el vehículo, la puerta fue cerrada con el mismo misterio que con el que fue abierta. Takemichi atinó a observar al piloto unos segundos antes de que la ventanilla que separaba la parte delantera de la trasera del auto fuera cerrada por un vidrio polarizado deslizándose hacia arriba; no era humano, no se veía nada además de la gorra verde oscura de chofer que tapaba su piel, sus manos cubiertas por guantes de cuero negros y un uniforme simple del mismo color que la gorra.

Manjiro tomó abruptamente la barbilla del curioso chico para permitirse observar mejor sus facciones, ladeando de vez en cuando el rostro para detectar alguna imperfección. —Eres aún más hermoso con la luz del día.— el menor jadeó antes de que sus labios fueran manchados con la boca del amo por un corto tiempo mientras el auto empezaba a marchar.

Inmediatamente la flor hizo a un lado su rostro, intentando alejarse poco a poco al deslizarse por la funda suave de los asientos, siendo esto impedido por el brazo del amo alrededor del obi que cerraba su kimono. —No huyas, mi florecita.— el susodicho se quedó quieto al rememorar lo sucedido aquella noche, juntando sus manos sobre su pecho en busca de protegerse del prominente demonio. Manjiro dividió en dos el flequillo que ocultaba su frente, besando ésta última con el afán de tranquilizarlo; no iba a pintar su auto con sangre, la mancha quedaba y era desagradable.

Y Dios sabía que ese chiquillo tenía un coraje jodidamente flameante. Takemichi colocó una mano en el pecho del monarca, observándolo sin miedo alguno. —¿Cómo carajos quiere que me calme si no sé a dónde me lleva?— esa maldita pregunta sacó de sus casillas a Manjiro quien estampó su pulgar contra los suaves labios de la flor, acariciándolos sin cuidado alguno y separándolos hasta chocar con la dentadura.

—Esa boquita sucia no te queda bien, ¿no lo crees, cariño?— la presión del pulgar sobre sus labios se intensificó al punto que cortaba la circulación de sangre, palideciéndolos y causando dolor hasta que Takemichi los abriera. Manjiro aprovechó a introducir su dígito en la cavidad bucal, tanteando la dulce textura de la lengua y profundizando sus toques hasta provocarle una arcada al menor, quien poseía ya sus retinas húmedas.

Takemichi negaba con su cabeza en un ademán para que terminara de acechar su boca, pudiendo respirar al momento en que los dedos fueron retirados con brusquedad. La flor tosió un par de veces mientras sobaba su garganta con dolor, sintiendo el auto estático de repente.

La ventanilla se bajó con la misma lentitud que la primera vez, pero solamente se abrió hasta la mitad. Un "Mi señor, ya llegamos" fue dicho con un tono ronco, apagado y rasposo, como un anciano pensativo meciéndose sobre su silla de madera liviana.

Inmediatamente después la puerta del coche fue abierta, saliendo el amo con su elegante y socarrón andar y esperando a un costado del vehículo un hombre de unos veinte y tantos años con una sonrisa en forma de V, unos ojos arqueados y brillantes color dorado puro y unos cabellos de color negro con una gran porción pintada de rubio revistiendo su cabeza; vestía un esmoquin y ocultaba sus dedos en un par de guantes blancos. Su sonrisa hasta podía llegar a dar miedo por la forma inmóvil en la que la mantenía.

—Mi señor, bienvenido sea.— inclinó su cuerpo en una reverencia, cerrando la puerta del auto en continuidad a ello.

—Hanma.— dijo Manjiro, que con sólo esa palabra y una mirada autoritaria le había indicado algo a su mano derecha. Éste acató la intrigante orden y caminó hacia el otro lado del auto para abrirle la puerta a la flor, quien con nervios tocó inseguramente el suelo con la planta de un pie para asegurarse que fuera real y no una pesadilla.


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Un hombre y una fémina guardaban la seguridad de la entrada principal, dejándole el paso libre a Manjiro seguido del menor y su mano derecha sin antes hacer una reverencia.

Y Takemichi no podía estar más al borde de la locura que ahora; los esclavos domésticos del dueño del hogar no tenían rostros: no es que literalmente no poseían nariz, ni ojos, ni una boca, el conflicto se trataba de que por más que uno lo intentara no podía ver más que una sombra negra cubriendo sus rasgos faciales.

Intentó retroceder, pero sus pies no le hacía caso en lo absoluto.
La voz de Manjiro le llamó la atención y le indujo más nervios de los que tenía.

—Ven acá.— la flor no tenía más opción que obedecer, era tan estúpidamente lógico que se podía aplicar a un campo de batalla; no estaba en su territorio y ni dios podía sacarlo de ahí. Al llegar a su lado, la mano derecha del amo le fue extendida para que la tomara, inmediatamente uniendo ambas palmas con resignación por parte de la flor.

En un silencio sepulcral que el menor no podía comprender, llegaron a una habitación en el centro del hogar con una puerta del color del café que se abría de par en par. Tanto el Monarca como el doncel se adentraron a lo que parecía ser el cuarto del amo, quedándose el hombre llamado Hanma afuera, detrás de las puertas.

Manjiro caminó hacia una pequeña mesa situada en un rincón del cuarto, justo a la par de un balcón que abría la vista al maravilloso y extenso jardín de rosales. Tomó una tetera de porcelana apoyada sobre una bandeja y sirvió el agua caliente en una de las dos tazas pequeñas que contenían un saco de té, agregando el azúcar con una cuchara pequeña, vertiéndola adentro del líquido.

—¿Qué pasa amor, por qué tan callado?— cuestionó revolviendo el contenido de la taza con la misma cuchara con la que había vertido el azúcar. Takemichi ya estaba perdiendo los cabales y la cordura que le quedaba; el desarraigo era tan repentino y brusco que no podía asimilar bien lo que ocurría en su entorno y su mente no le daba espacio a pensar ni maquinar sus acciones, llevándolo a la única opción restante: la impulsividad.

A Manjiro le irritaba que sus preguntas fueran evadidas, y más tener que repetirlas. —¿Acaso te comieron la lengua los ratones, florecita? ¿Por qué no vienes a tomar té, reina Isabel?— agregó con sarcasmo, estirando sus comisuras de los labios con socarronería hasta formar una sonrisa.

— ¡¿Por qué no te vas a tomar tu puto té con María Antonieta y sus amigas?!

Oh, mierda. Ya la había cargado en grande. 

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⏰ Last updated: Dec 23, 2023 ⏰

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