Capítulo 3

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Edouard Lapierre se sentía exultante. Su figura frágil y delicada de apenas ciento cincuenta centímetros, contrastaba con una sonrisa excelsa que ocupaba todo su fino rostro. Los ojos azules sobre la tez blancuzca repiqueteaban con el reflejo del nuevo transporte construido para su viaje. Era poco, muy poco lo que conocía de aquel lejano lugar y tenía la firme convicción de que podría aprender muchas cosas, aunque al fin y al cabo tenía la esperanza de que no fuese mucho más avanzado que su ciudad.

París tenía una importante red de comunicaciones con los lugares más cercanos, pequeños satélites realmente que no distaban más de cinco kilómetros, pues se habían construido enormes pasarelas a la altura de un nivel diez justo antes del cierre permanente que había aislado a todas las grandes urbes. Así, el presidente francés había viajado en pequeños transportes eléctricos hasta otros centros que consideraban ciudades, y que en realidad eran poco menos que barrios de las afueras.

Sin embargo todas estas ciudades eran iguales. Cuando a través de las cristaleras de la pasarela las divisaba, volvía a ver repetida una abigarrada ciudad en torno a un gran número de gigantescas masas de cemento y metal. La oscuridad en las ciudades francesas era exactamente igual, y la ventilación y el alumbrado de los niveles intermedios producían, en la distancia, un efecto de refulgencia interior de la urbe.

—Señor Lapierre, este es el nuevo transporte —lo interrumpieron.

Un alargado y estilizado aparato metálico se detuvo en el amplio pasillo del edificio de presidencia, el más alto de París. Aún quedaban las plantas de ventilación y acopio energéticos sobre sus cabezas, pero a Edouard le daba la impresión de estar en la cima del mundo.

—Posee unos propulsores eléctricos de máxima carga y las baterías tienen una autonomía de tres horas y cincuenta minutos —comentó uno de los ingenieros—. Alcanza una velocidad de ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora y está fabricado con un nuevo material plástico que lo hace muy liviano.

—¿No es metal eso que reluce? —preguntó extrañado el presidente.

—Se trata de un nuevo plástico fabricado en nuestros laboratorios. Duro como una roca y ligero como una pluma —comentó Jean-Luc Lapierre, ministro de industria.

—Nunca has visto una roca ni mucho menos una pluma, querido Jean. —Todos los asistentes prorrumpieron en una sonora risotada. —¿Cómo sabes que funcionará?

—¿Desea probarlo? —dijo Jean-Luc cobrándose una venganza por la anterior broma.

—Deseo que lo pruebes tú —zanjó la amistosa disputa con una sonrisa.

Jean-Luc asintió y movió su decrépita figura hasta lo que parecía la puerta del transporte. El aparato debía tener unos quince metros de largo y tres de ancho. Pulsó un botón y una puerta corrediza se deslizó mostrando el interior. El lujo y la ostentación francesa se agolpaban en los magníficos asientos de cuero plástico recubiertos de piel sintética. Cada pareja de sillones tenía una pantalla propia donde visualizar imágenes para el descanso y el ocio durante el viaje.

Todo el séquito presidencial se introdujo en el transporte y Jean-Luc continuó explicando cada una de las partes de la nave, pero Edouard trasladó su mente a otros asuntos.

En los últimos meses habían sido muchos los ataques que se habían producido en los niveles veintidós y veintitrés. Los mestizos, que en París eran mucho más numerosos que en Madrid, comenzaban a rebelarse y poco a poco iban conquistando nuevas plantas ante la pasividad y cobardía de algunos de los agentes de Seguridad y Mantenimiento. Por supuesto no había comentado nada de aquello con los Estebaranz en sus diversas transmisiones, apenas se habían mostrado imágenes de uno y de otro, tal era el celo que se tenía por la privacidad. No quería que los ciudadanos de Madrid pensasen que eran más evolucionados que los parisinos y había decidido omitir las rebeliones en sus conversaciones, pero en cierto modo no podía ocultar la esperanza de que en Madrid se utilizasen otros métodos de seguridad y mantenimiento que pudieran importar.

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