Capítulo 30

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La familia Valdés era la segunda de las Grandes Familias de la Ciudad Vertical. Desde tiempos inmemoriales, antes de que los archivos digitales desapareciesen, esta familia había controlado los laboratorios científicos. Ya nadie lo sabía en la Ciudad, pero muchos siglos atrás se habían ocupado de experimentos encaminados a superar enfermedades, a mejorar la salud e incluso a promover iniciativas para combatir el cambio climático.

Pero en la Ciudad Vertical los laboratorios de la familia Valdés tenían una doble línea de investigación: por un lado eran los únicos con licencia para trabajar en la creación de alimentos y materias primas de origen animal y vegetal; así, ocupaban un gran número de edificios en los niveles siete y ocho con enormes extensiones de frías salas con las paredes blancas. Allí trabajaban algunos de los ciudadanos más desarrollados intelectualmente y más avanzados en sus estudios. A partir de complicados pro-cesos químicos creaban, literalmente, alimentos para ser consumidos en restaurantes, supermercados y pequeños comercios.

Sus antepasados habían tenido la delicadeza de conservar algunas esencias que ahora les servían como enmascarador; contenían en frascos criogenizados los sabores del espectro completo de frutas, hortalizas, legumbres, carnes y pescados, así como las esencias de otros alimentos de la antigüedad. Así, sobre una base de vitaminas, proteínas y todo tipo de compuestos beneficiosos para el cuerpo, construían una capa artificial que simulaba el recuerdo de ese alimento en concreto. Posteriormente le añadían la esencia de su sabor. Pero tan solo se trataba de un procedimiento teórico, pues el producto final poco o nada tenía de parecido con el original. Mas esto lo desconocían todos los ciudadanos.

Para un grupo selecto de habitantes de la Ciudad Vertical existía la comida de «corral». Aquellos alimentos tenían un sabor más puro, más real. Los ciudadanos pensaban que se trataba de animales criados los laboratorios y cocinados posteriormente, pero la realidad era algo distinta. También había huertos químicos en los que crecían lechugas, tomates, zanahorias, patatas... una sola patata servía para la creación de una tonelada que se vendía posteriormente como «patatas de huerta».

También la familia Valdés era la que se ocupaba del suministro de madera, papel, algodón, seda y todo tipo de telas manufacturadas, lo cual suponía, junto con el negocio alimenticio, una suma desproporcionada al cerrar las cuentas, solo superada por las empresas de los Estebaranz, que trabajaban en el ámbito de la energía como un monopolio.

La segunda línea de trabajo de los Valdés era menos conocida que la primera pero no por ello menos importante. De hecho, el propio Pedro Valdés, ministro de Administraciones Públicas, dirigía personalmente las operaciones de los Departamentos de Experimentación Humana, con la colaboración permanente de Ginés Rico.

Bajo la falsa idea de que aquellos laboratorios ocupaban su tiempo y presupuesto en buscar mejoras para la salud de los ciudadanos, hacía tiempo ya que la única línea de trabajo en este sentido era la búsqueda de determinados elementos en la sangre de los mestizos que los hacían más fuertes, más vigorosos y, sobre todo, más longevos e inmunes a infinidad de enfermedades que mermaban poderosamente la población de la Ciudad Vertical.

Como complemento, intentaban una vez tras otra progresar en los trabajos de clonación y posterior copia de humanos. Este, en realidad, era el trabajo más oscuro de toda la Ciudad. Lo que empezó siendo una forma eficaz de ir repoblando algunos barrios, terminó por convertirse en un juego de dioses, el vano intento de creación de un engendro suprahumano.

En los comienzos del proyecto de clonación, simplemente se buscaba a los ciudadanos más fuertes e inteligentes y se los clonaba. Los clones solían tener un enorme parecido a sus originales, pero solo físicamente, porque la educación corría a cargo del propio laboratorio que moldeaba a su antojo la personalidad de estos seres.

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