También había oído Antonio, a un compañero suyo de la universidad, que antes de esas imágenes que se visualizaban en pantallas, había otras imágenes que se materializaban en papel. Por desgracia, el papel era algo que escaseaba bastante además de ser muy caro, como cualquier otro producto procedente de un ser vivo. Antonio hubiese dado un brazo, tal vez los dos, solo por poder soñar con todos los lugares que jamás visitaría, las ciudades de oriente, la propia Nueva York e incluso Barcelona o París, lugares cuya existencia conocía por sus estudios en el colegio, donde los profesores hablaban de ellos como espacios míticos creados por la imaginación del hombre. Consideraba a Edouard Lapierre un privilegiado por el solo hecho de conocer dos Ciudades Verticales distintas, verlas y grabarlas a fuego en su memoria.


Soñaba con atisbar las famosas construcciones de las civilizaciones más antiguas, como lo que algunos llamaban Pirámides, construcciones de muy baja altura con forma triangular en tres dimensiones; las catedrales, con sus techos redondeados, los lagos, los mares, los bosques... Sus profesores hablaban de estos lugares como símbolos de lo impuro, el desorden y la asimetría: la mezcla al fin y al cabo. Pero para Antonio todas estas características solo podían ser beneficiosas, pues estaba más que aburrido de los tediosos bloques de hormigón de forma cuadrangular.


Hacía ya mucho tiempo, cuando solo tenía siete años, había conseguido alcanzar uno de los primeros niveles de uno de los edificios más altos de la ciudad. Se trataba de una torre de oficinas de más de doscientas plantas. Había sido construida por uno de los arquitectos más conocidos poco antes del famoso Tribunal de 2569.


El año 2569 debía ser muy distinto, pensaba el por entonces pequeño Antonio cuando, de la mano de su padre, subía en el ascensor a gran rapidez. El edificio no tenía mucho espacio para los conductos de ventilación que permitían oxigenar la zona, por lo que grandes tuberías se veían desde la cristalera del ascensor. Aquellos conductos subían de forma paralela al habitáculo que los elevaba y, en cada piso, brotaba otra gran tubería de forma trasversal, encargada de transportar el oxígeno al resto de la planta.


Los edificios construidos a partir del Tribunal estaban todos preparados para la autosuficiencia, por lo que aquellos conductos no eran necesarios, ya que producían su propio aire; evidentemente, Antonio eso no lo sabía, y su padre no tenía la mente ocupada en aquellas fatuas cosas en ese preciso instante. Samuel Pérez, un jefe de mucho mayor rango, había solicitado a Ginés, el padre de Antonio, que se personase en su despacho después de la comida, pues quería proponerle algo acerca de un ascenso.


Ginés trabajaba para una empresa de las Grandes Familias, como la mayoría de los ciudadanos y, aunque el pequeño Antonio no lo sabía, se ocupaba de la Seguridad y Mantenimiento de los edificios, un trabajo de máxima responsabilidad. Ginés tenía su puesto de trabajo en una de las plantas más bajas, la sesenta y dos; y la familia vivía en un nivel dieciocho, un poco más abajo.


Cuando las puertas del ascensor se abrieron Antonio calculó que debían estar aproximadamente en una planta doscientos, por lo que se encontraban en un nivel seis o siete, donde solo habitaban y trabajan los dirigentes estatales. El mayordomo que los acompañaba sacó unas gafas oscuras de un estuche de cuero que había en el cajón de una mesilla que soportaba una lámpara, y se las entregó a padre e hijo, haciendo un gesto para que las usasen.


Esperen. —Abrió una puerta a través de la cual solo se veía otra exactamente igual y desapareció.

La ciudad verticalWhere stories live. Discover now