01 | Déjame ir.

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Estela.

—Me gustaría estar ahí, es un día especial, pero si el director nos ve juntos...

—Es entendible, me expulsará apenas sepa que quien fue el alumno vendedor de marihuana estrella durante cinco años en ese colegio también es mi hermano.

—Todos cometemos errores, Estela.

—No todos vendemos droga durante la secundaria, Sergio.

—¡Era un emprendimiento!

—Ilícito.

—Ilícito. Pero emprendimiento.

Un suspiro abandonó mis pulmones, obligándome a beber un sorbo del café que mi hermano me había alcanzado. Él pareció percibir mi tristeza y con sólo mirar sus ojos azules supe que se culpó por ella.

—Desearía ser una mejor persona para ti, Estela.

—Lo eres.

—Tú sabes que no es verdad, sabes que he hecho cosas mucho peores que vender drogas...

—Sé que todo lo que tú hiciste fue por mí. Para cuidarme. Sé eso y me es suficiente.

Sergio no pudo mantenerme la mirada por lo que dejé la taza de café sobre la mesa y me acerqué a él para abrazarlo.

—Vete ya o llegarás tarde. —advirtió soltándome.

Fui por mis cosas y me dirigí a la salida.

—¡Suerte! —me gritó antes de que lo dejara atrás por completo.

Salí del apartamento consciente de que necesitaría esa suerte, y consciente de que la rutina no iba a cambiar, pues, sin tener en cuenta el tiempo que pasara, esa rutina seguiría siendo la misma que he tenido desde que regresé al colegio:

Entrar. Ser observada. Oír los murmullos de «Ella era su amiga». Y desaparecer.

A excepción de ese día en donde no podría desaparecer y tendría a decenas de ojos sobre mí, los cuales no sólo pertenecían a estudiantes sino también a padres de familia, profesores y, sobre todo, a los supervisores de la universidad en la que quería entrar en un par de años.

Presentar el ensayo que tardé alrededor de tres meses en hacer mientras evitaba al fantasma de Hillary, ignorando su voz, su silueta, prohibiéndome contarle a alguien que todavía podía verla y convenciéndome de que debía sobrellevar su ausencia, era un gran paso para volver a la normalidad, o eso suponía yo.

Esperé mi turno parada detrás de toda la gente que prestaba atención a un compañero que presentaba un proyecto de ciencias. Las manos me sudaban, mis dedos no encontraban tranquilidad, se movían, se enredaban, se tronaban, no podían estar quietos.

Pronto se cumpliría un mes desde que vi a Hillary con vida por última vez. Su muerte me dolía, por supuesto, pero me convencí de que yo había estado preparada, de que sabía que eso iba a pasar, de que tarde o temprano la leucemia se la llevaría, por tanto, aquel dolor no tenía derecho a intensificarse, y, aunque eso sucediera, yo jamás perdería el control sobre mis emociones.

Pero ¿Qué es lo que pasa cuando dejas que un globo se llene de agua sin parar?

Ese globo explota, se rompe, desaparece.

—Yo...

Los ojos estaban enfocándome, los murmullos volvieron y todo mi rostro empezó a adormecerse.

Su silueta estaba frente a mí, rodeada por otras más apagadas.

Hillary me miraba con total tranquilidad. Parecía no saber lo que ella causaba en mi interior. Parecía de verdad estar ahí. Parecía no estar muerta.

—Yo...

Bajé la cabeza rehusándome a seguir contemplando lo que ella un día fue para, finalmente, rendirme.

—Perdón.

La indiferencia fue desplazada y lo único que llegué a sentir fue insuficiencia, la misma que me obligó a dejar atrás a todo ese grupo de personas.

—Lo siento.

—No. No lo sientes. No puedes sentir nada. Tú estás...

Muerta.

Aquella era mi realidad. Nuestra realidad.

Hillary estaba muerta, pero, por alguna razón, yo todavía podía verla.

Dejé que las palmas de mis manos se apoyaran sobre el lavado y me concentré en no pensar en ella, pero, irónicamente, el odio que tenía hacia mí misma por no permitirle descansar ni siquiera de mis pensamientos sólo me hacía culparla.

—Vuelve, aún puedes hacerlo.

—No puedo.

—¡Claro que puedes!

—¡No, no puedo! ¡Estoy aquí por tu culpa!

—Perdóname.

—No puedo perdonarte, Hill. Tú no existes, moriste y debes irte.

—¿A dónde?

—¡No lo sé! Hacia la luz, hacia arriba, hacia abajo, a donde se supone que los muertos van, pero no debes estar aquí.

—Nadie más que tú puede verme, Estela. El problema no es conmigo. —argumentó, dándome una señal para que mirara en el espejo, en donde ella no se reflejaba porque sólo existía en mi mente—. Debes dejarme ir.

Con ello sólo consiguió que el globo que yo llevaba dentro terminara de explotar, desbordando por mis ojos el agua con el que había sido llenado.

—Cobarde. —Me insulté en voz alta.

Lavé mi cara y me acoplé a la idea de renunciar a la beca en esa universidad, aunque después de mi propio autosabotaje al salir corriendo los mismos gerentes ya me habrían quitado de la lista.

Caminé hasta la cafetería, tomé asiento alrededor de una mesa y estuve dispuesta a llamar a Sergio para pedirle que me ayudara a cambiarme de colegio y dar por olvidado el recuerdo de Hillary, quien se acomodó frente a mí.

—Pides que te deje ir, pero me sigues a todas partes.

—Ni modo que te arranques la cabeza para que ya no te persiga.

—No me des ideas.

—Huyendo no solucionas nada.

—No quiero solucionar nada.

—Tú querías entrar a esa universidad, renunciar a ella es... Ilógico.

—No he sido lógica desde que te fuiste.

—Awww...

—En el mal sentido.

—Hablar con un fallecido tampoco es algo muy lógico, ¿eh?

—No estás ayudando.

—Pero no lo entiendo. ¿Qué te detiene? Ya lo dijiste, estoy muerta, no existo. ¿No es suficiente?

—No. —contesté llena de indignación—. Tu tiempo no fue suficiente. Nuestro tiempo no fue suficiente. Esto... Esto no sólo es por mí —aseguré mientras mi voz volvía a quebrarse—. Tú no merecías esto, Hill.

De eso era lo único de lo que yo estaba convencida. Ella nunca mereció lo que le pasó.

Me quedé en silencio para apaciguar las insistentes ganas de llorar, permitiendo que me respondiera con otra más de sus metáforas.

—¿Sabes lo que pasa cuando el agua se estanca?

—¿Se pudre?

—Exacto, se pudre. No quiero eso para ti, tú has salvado mi vida o lo que quedaba de ella, y causarte daño... No está bien.

—Lo sé.

—Pero también tengo un problema.

—¿Cuál?

Suspiró y pegó los hombros a su cabeza.

—No sé cómo dejarte dejarme ir.

EL FANTASMA DE HILLARYWhere stories live. Discover now