Suerte, quiero decir. Me asalta un sentimiento raro, medio de culpa, porque esta es la segunda entrada seguida que habla sobre ropa, pero es lo que tienen los cambios de estación: una se mete en un armario y no sabe cuándo sale. Así que, tras deshacerme de la ropa que no iba a volver a usar –y de las personas que no iba a volver a permitir que me usaran-, lo colgué todo de perchas idénticas, clasificado por colores y por género:, faldas con faldas, pantalones con pantalones, etc. Tenía la vana ilusión de que, al estar la ropa colgada, se fuese estirando y llegase en un estado menos lamentable al fatídico momento de la plancha.
Cuando quise darme cuenta estaba delante de una colección de once vestidos. No podía creerlo, así que me acerqué y los conté, separándolos como los posters en las tiendas de los museos, para ver la parte de delante y la de detrás. Dos marrones, uno beige, uno azul y negro, tres negros, uno morado, dos de punto gris y uno con un estampado multicolor discreto pero elegante. ONCE vestidos. Que sí, que ya sé que lo he dicho, pero quiero que quede claro que hablo de VESTIDOS. No he contado las faldas, ni los pantalones, ni las camisas, ni las camisetas, ni los jerseys, ni las blusas, ni los vaqueros.
Os juro que di dos pasos hacia atrás para mirarlos. Siempre he tenido la sensación de que mi fondo de armario es patético, de que repito modelo más de lo que repite el pepino. La verdad es que en ese momento me sentí rara. Al ser escritora, cuando escribo rara y no uso ningún otro adjetivo es porque no hay ninguno que describa cómo me sentía: sorprendida primero, abrumada también, anonadada por la constatación de que (y entonces me senté al ordenador e hice un par de cuentas) podía ponerme esos vestidos, uno cada día, hasta el 15 de mayo, repitiendo ropa cada 12 días; lo que suponía un total de 16 veces cada vestido.
Ahí me dio un ataque de vergüenza. Por todas y cada una de las veces que me he dicho que no tengo nada que ponerme, por todas las veces que he abierto el armario y lo he mirado con asco porque no se parecía en nada a los escaparates de las tiendas, por todas las veces que me he dejado convencer de que:
* Si recuerdo todos los pares de zapatos que poseo es que no tengo bastantes.
* Si no tengo bastantes zapatos es que no gano bastante dinero.
* Si no gano bastante dinero es que no soy lo bastante buena.
* Como no soy lo bastante buena debo comprar zapatos para parecerlo.
Vale, es cierto, es una manera de simplificar. Hay un par de docenas de factores que nos empujan a comprar ropa, maquillaje, calzado y lo que sea (coches, juegos de ordenador, action figures, cromos, perfumes, comics, libros).
A mí gastar dinero me pone. En serio, noto las endorfinas de juerga por mi cuerpo cada vez que paso la tarjeta por un datáfono. A veces incluso sabiendo que, si lo hago, voy a vérmelas muy justa con los recibos esos que hay que pagar para estar calentita en casa los días de invierno y fresquita los días de verano. Gastar es un placer. Igual que es un placer abrir cajas precintadas, oler a nuevo, desenvolver embalajes bonitos, oír el crujido del celofán o del papel de seda. Es una sensación de bienestar inmediato, la que se obtiene de esos pequeños gestos.
Además, nos lo merecemos tanto… Un día horrible de trabajo, una discusión con una amiga, una frustración con la hoja en blanco, un kilo de más, esa que me ha mirado de través. Es mucha la negatividad con la que lidiamos a diario, así que nos merecemos un capricho. Ese chaleco tan mono que vimos al pasar hace dos tardes, que seguro que para las rebajas ya se lo han llevado y a ti te va bien con todo. Venga, sólo el chaleco, que esta semana te has portado como una campeona en la oficina. O la otra versión: mira, cómprate el chaleco. El día habrá sido un asco igual, pero mañana vas a estar monísima.
Así, poco a poco, hasta que juntas once vestidos de diario en once perchas idénticas.
Por supuesto, me prometí que nunca más, que este invierno no me gastaría ni un euro más en ropa porque no lo necesito. Y quizá lo cumpla, no digo que no. Lo malo de esta promesa es el mecanismo que esconde. Seguro que Regina ya lo ha pillado. Va más o menos así: O sea, que abres el armario, te das cuenta de que has estado alimentando un hábito negativo y, en lugar de premiarte por reconocerlo y alentar la creación de hábitos nuevos que te hagan más feliz, vas y te castigas con una restricción nacida de la nada que te creará estrés y sentimiento de culpa.
No, queridas y queridos. No hay que prometer que dejarás las compras. Hay que tomarse tiempo y escuchar. Primero hay que escucharse al pasar delante de un escaparate, a ver qué es lo que te empuja a entrar en la tienda, luego hay que escuchar qué tipo de felicidad se obtiene con la compra y luego –esta es la parte más importante- hay que escuchar con muchísima más atención para ver qué es lo que en realidad te está pidiendo tu cabecita, que suele ser un mimo real. AMOR, vaya. Lo que viene a ser un achuchón y un beso.
Que sí, que ya sé que se siente una muy imbécil mirándose al espejo y diciéndose, de corazón, que es muy buena, que lo ha hecho muy bien y que la quieres con toda el alma, que si no fuera por ella a ver qué hacías tú, que le agradeces con el mismo tuétano lo mucho que se esfuerza y que esperas poder devolvérselo de alguna manera.
Quizá porque estamos acostumbrados a que premien nuestro esfuerzo con cosas en lugar de con besos. Yo os animo –me animo- a probarlo durante un mes. Y si no funciona, ya tenéis un fondo para gastar sin culpa el mes siguiente.