Sonrió satisfecho al oírme decirlo fuerte y claro.

Aunque le gustaba hacer el acto de inocente a modo de juego, en el fondo tenía cierta inocencia de la cual él no parecía percatarse.

Ese día no pude dejar de mirarlo y ningún detalle escapó de mi contemplación. Sus gestos, sus movimientos, sus manos, su postura, sus ojos, su voz. Comparándolo con la persona que conocí y comencé ese peculiar acuerdo, como yo, había cambiado mucho. Había algo más humano en él, por falta de mejor expresión.

***

Francisco, con un poco más de espíritu navideño, propuso ver una película con esa temática. En su sillón, incómodo para hacer el amor pero cómodo para ver la televisión, me recosté apoyando mi cabeza en sus piernas. Su mano no dejó de acariciar mi cabello y ninguno le prestó mucha atención a la película más que para reír por alguna escena. Las sensaciones de calidez y paz, potenciadas por la Navidad, nos sumían en el sencillo disfrute de la compañía. Si levantaba la cabeza para verlo, él bajaba la suya para devolver la atención y viceversa. Su sonrisa, presente en cada apreciación, y su mirada, tan intensa como siempre, me hacían sentir querido y afortunado. Allí, bajo sus ojos y caricias, me pregunté qué tanto pensaría él sobre el futuro. Nuestro vínculo crecía por el deseo de estar juntos pero entre nosotros nada estaba hablado. Los sentimientos flotaban como a modo de esperanza. Nuestra relación no tenía nombre y sentí que debíamos definirlo para seguir avanzando. Así los sentimientos dejarían de flotar indiscriminadamente para convertirse en una base en la cual podríamos apoyarnos.

La cena fue sencilla, nosotros dos no necesitábamos de cosas elaboradas o abundantes, era una comida relativamente común que acompañamos con vino. Y en ningún momento dejó de darme gracia el detalle del cerdo.

—Sabía que te sorprendería con eso.

—Sigue siendo extraño. ¿No va en contra de tus principios?

—Mis principios son míos, no tuyos.

Era convincente pero no le quitaba lo extraño.

Minutos antes de la media noche nos acomodamos en el banco del balcón con una botella de champagne y copas para el brindis que colocamos sobre una minúscula mesita a nuestro lado. Ese era el lugar más apropiado para observar los fuegos artificiales, aunque la ciudad no se quedaba atrás; esa noche estaba viva, las luces de cada casa seguían encendidas, demostrando que nadie dormía. Cuando dieron las doce los estruendos de la pirotecnia comenzó tomándonos por sorpresa, Francisco luchaba por abrir la botella que pretendía tenerla preparada para ese momento pero a su corcho no le interesaba cumplir con horarios.

—Unos minutos de retraso no dañan el brindis —dijo riendo.

Ignoré la botella y lo besé tomándolo por la cintura en reemplazo del brindis.

—Feliz Navidad —susurré.

Me miró emocionado, con esa esperanza que aún no tenía nombre.

—Feliz Navidad.

Dejó el champagne en la mesita para abrazarme y desde ese abrazo observamos los fuegos artificiales. Ese año el show no duró mucho, de a poco la pirotecnia perdía popularidad.

—Es hora de tu regalo —informé.

Se sentó a esperar intrigado mientras fui a buscarlo, cuando regresé me puse a su lado y le entregué una tarjeta más grande y más rígida que una tarjeta ordinaria. Esta especie de tarjeta tenía una decoración exterior navideña, sin logos ni frases que delataran su contenido. Francisco me miró con curiosidad antes de abrirla y, al ver de qué se trataba, su boca se abrió levemente en sorpresa. Era un voucher de una agencia de turismo.

Oculto en SaturnoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora