España, ¡La victoria del sí!

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—Kitty, cielo ¿por qué no nos lo dijiste?

Kitty se pasó el dorso de la mano por las mejillas ya que había empezado a llorar.

—Es que estaban tan entusiasmados con la boda, y yo siempre exagero las cosas... además, no es la primera vez que me dice... que no soy buena reportera.

La señora Shiller se levantó del sillón para sentarse junto a su hija, sacando su pañuelo para ayudarla a limpiarse las lágrimas. Por su parte, el señor Shiller solo dio una calada a su cigarro, dejando salir el humo lentamente.

—¿Y qué fue lo que pasó?

Kitty, tratando de controlarse lo mejor que podía, les contó sobre la discusión que había dado origen a lo que, hasta el momento, podía entender como su ruptura con Alex. No estaba segura si rompieron o no, no lo había visto ni hablado con él. De acuerdo con el vigilante de su edificio, se marchó ese mismo día del departamento, guardó sus cosas en el maletero del auto, le entrego la llave y se fue sin dar detalles.

—¡Pero qué bruto! —exclamó su madre temblando de tal forma que incluso la piel que colgaba de su cuello se estremeció.

—Ya veo —dijo el señor Shiller.

—¿Ya ves? ¡¿Eso es todo lo que dirás del hombre que ha insultado a tu hija!

El señor Shiller se inclinó al frente, apagando la colilla del cigarro en el cenicero de granito de la mesa de centro.

—A diferencia de Marcos —explicó—, cuyo carácter tibio solo soporté por el acuerdo que tenía con su difunta madre. Alex me agrada. Siempre dispuesto a cualquier cosa con tal de lograr sus objetivos, es un hombre de recursos al que no tendría ningún inconveniente en darle un importante puesto de trabajo en la compañía, aunque no se case contigo, hija.

Se detuvo un momento, pero no lo suficientemente largo como para que su mujer objetara algo.

—Sin embargo, tengo una pregunta para ti, ¿crees que tiene razón? ¿No eres buena? ¿Crees que las ofertas que estás recibiendo no las mereces?

Kitty arqueó las cejas haciendo un mohín con la boca.

—Yo... yo...

—Solo dilo, Kitty ¿Crees que eres buena?

—¡Sí!

Sin darse cuenta, se había levantado del sillón, apretando los puños.

—¡Definitivamente merezco esas palabras que escribieron para mí!

El hombre asintió una vez.

—¿Y trabajarás en eso, por sobre lo que piense Alex?

Kitty jadeó. Por un momento creyó entender que tendría que decidir entre estar con Alex o su carrera, y como si su padre leyera sus pensamientos, continuó hablando.

—Solo quiero saber si estás dispuesta a cuidar más del ego de Alex que de ti misma, y tus aspiraciones.

Se quedaron en silencio. Kitty bajó las manos. Su padre hablaba de cuidar del ego de Alex, pero ella no creía que se tratara de eso, al menos no de manera única y aislada. No sin bastantes dificultades, habían pasado juntos casi cinco años, y estaba segura que podrían pasar muchos más. No era el ego de Alex lo que quería cuidar, era el amor que había crecido por él.

Pero, ¿para Alex importaba?

Estaba claro que tenía aún ese viejo resentimiento por la forma en la que se había dado su carrera como reportera. Lo que no le quedaba del todo claro, era exactamente qué le molestaba siendo que él había asegurado más de una vez que prefería ser independiente que vivir peleando con un editor, así que no tendría que tratarse de sus ofertas de trabajo. Además, desde que había acabado sus estudios, ella se había inclinado más hacía los reportajes, mientras que Alex se encontraba cómodo con las noticias y alguna entrevista, si le interesaba el personaje en cuestión.

No se podían considerar competencia. Aun así, la última discusión solo había externado lo que él tenía tiempo pensando.

—No lo sé...

Pensó entonces en que quizás era culpa suya. Alex le había pedido matrimonio hacía cinco años, originalmente con expectativa de planeación a un año, pero por diferentes circunstancias se había aplazado una y otra vez. Siempre por ella.

La universidad, un curso en el extranjero, asignaciones especiales.

Alex solo asentía cuando le explicaba el motivo, y pasaban la tarde volviendo a planificar las fechas.

—Me habías comentado que irías a España por lo del referéndum de la OTAN. ¿Cuándo sale tu avión?

—Mañana.

—Salgamos a cenar. Pasa la noche aquí, hija, y mañana te llevo al aeropuerto.

Kitty se limpió la cara con el pañuelo de su madre, asintiendo quedamente, aunque ella le obligó a ir a su habitación para lavarse y arreglarle el pelo.

—No eres tú la del problema —dijo la señora Shiller.

No había en su voz ni un ápice de ternura que normalmente se asociaba a las madres como una generalidad. Nunca había sido así. Aunque tampoco era distante o fría. Era difícil de explicar, porque realmente no la cambiaría por ninguna otra mujer.

—¿Realmente crees eso?

—Cuando me casé con tu padre, él no tenía nada más que un pequeño negocio de transportes. Mi madre acababa de morir y me dejó el dinero que había ahorrado durante toda su vida, también nuestra casa y sus joyas. Así que le dije a tu padre, querido, toma todo y compra lo que necesites para hacer crecer tu compañía.

Kitty se giró hacia su madre con el ceño ligeramente fruncido.

—¿Shiller Enterprise empezó como compañía de transportes?

—No, para nada. Esa compañía se llamaba Shiller's Delivery Service. Tu padre se volvió loco cuando le dije eso. Se negó a aceptar nada, hasta llegó a tomar él mismo algunos repartos para ahorrar el sueldo de otro chofer.

—¿Y luego?

Se encogió de hombros.

—Quebró. Tuvimos que ir a la casa de mi madre, una antigüedad apenas en pie con más valor como terreno que como edificación. Eras solo una bebé, y la pasamos bastante mal.

La señora Shiller la obligó a girarse para pasarle de nuevo el peine.

—Después empezó a vender algunos productos puerta a puerta. Recuerdo que un día llegó tarde a cenar. Estaba muerta de la preocupación, y de pronto, apareció con un maletín negro, lo puso sobre la mesa del comedor, apartando los platos con la cena fría. Me explicó el nuevo proyecto que se traía en manos, y me mostró los cálculos de inversión, fue cuando me dijo: querida, tendremos que vivir en un departamento por un tiempo, si aún mantienes tu oferta.

—¿Entonces aceptó tu dinero?

—Vendimos la casa, las joyas, incluso mis mejores vestidos, sombreros y zapatos. Seguro te espantaría saber que solo tenía dos vestidos, uno para toda la semana, y otro para los domingos... Odias que te trence el pelo, pero ni siquiera tienes el humor para llevarme la contraria, así que me aprovecho.

Kitty se llevó las manos a la cabeza, palpando su cabello. Ella tenía razón, no tenía ganas de contrariarla, sobre todo porque en realidad estaba más confundida por la charla que acababan de tener.

—Todos los hombres —continuó diciendo, acariciando su mejilla—, tienen un orgullo extraño. Incluso los dulces como Marcos. ¿Recuerdas que se negó en rotundo a aceptar tu ayuda? Prefirió dormir bajo los puentes antes que aceptar una sola libra. Y no es precisamente la ayuda el problema, sino quién la ofrece. Se supone que, como tu futuro esposo, Alex debe ser suficientemente capaz de proveerte y cuidarte, su situación actual no le deja hacer ni una ni la otra, y ese es el problema que ve. Sin embargo, a veces maduran y entonces, es cuando dicen que sí, sin sentirse humillados.

Kitty bajó la mirada pensando en sus palabras.

—Aunque si algo puedes aprender de tus abuelas —agregó después, con sus maneras rudas de siempre —, es que a veces, es mejor estar sola que mal acompañada. Dale tiempo, dedícate a lo tuyo para que se le enfríe la cabeza, y si después de eso, aún quieren estar juntos, entonces háganlo, pero si son mayores los resentimientos, entonces déjenlo. No será el fin del mundo, hija.

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