Pronto volvió a levantarse y a proseguir su marcha, pero no en dirección al campo, sino para aproximarse de nuevo a Londres por el camino real. A poco volvió sobre sus pasos, tomó luego dirección distinta, cruzó terrenos que antes había atravesado ya, y rondó de una parte a otra, a la ventura, ora tendiéndose en el fondo de algún foso para dar algún descanso a su cuerpo, ora levantándose asustado en busca de refugio más seguro, que no encontraba en ninguna parte.

¿Habría algún lugar, no muy apartado ni demasiado público, donde pudiera encontrar algún alimento, algo con que refrescar su resecada garganta? Sí... Hendon: era un pueblecillo que respondía a sus deseos, situado a corta distancia y casi despoblado. A Hendon dirigió sus pasos, tan pronto corriendo con todas sus fuerzas como andando a paso de caracol o suspendiendo la marcha y entreteniéndose en descargar bastonazos contra los setos. Llegó al pueblo, y se imaginó que todo el mundo, hasta los niños, le miraban con desconfianza y recelo. Sin valor para comprar un mendrugo de pan ni un vaso de agua, salió del pueblo aunque no había probado bocado en muchas horas, y retrocedió hacia Heath, sin saber adónde dirigir sus pasos.

Después de recorrer millas y millas de distancia, volvió a encontrarse casi en el punto de partida. Pasó la mañana, llegó la tarde, feneció el día, y el asesino continuaba caminando de aquí para allá, ora subiendo, ora bajando, sin dar punto de reposo a sus piernas, y, sin embargo, encontrándose siempre en el mismo sitio. Al fin tomó decididamente dirección hacia Hatfield.

Las nueve de la noche serían cuando el hombre, extenuado y falto de fuerzas, y el perro, renqueando y cojeando a consecuencia de un ejercicio al que no estaba acostumbrado, descendían por la colina que conduce al pueblo, torcían al llegar a la iglesia, avanzaban por una calle y se deslizaban al fin en el interior de una taberna, a la cual los había guiado la escasa luz que iluminaba su puerta. Sentados alrededor de la lumbre había algunos campesinos que entretenían el tiempo bebiendo. Apresuráronse a dejar entre ellos un sitio al recién llegado; pero Sikes fue a sentarse en el rincón más alejado y obscuro, donde comió y bebió solo, mejor dicho, acompañado por su perro, al cual arrojaba de vez en algún pedazo de pan.

Hablaban los que estaban reunidos en la taberna de campos, cosechas, y cuando agotaron el tema, de la edad de un viejo a quien habían enterrado el domingo anterior, acerca del cual aseguraban los jóvenes que era muy viejo, al paso que los viejos sostenían que era muy joven, de la edad poco más o menos de un abuelo allí presente, cuyos cabellos de nieve y espalda encorvada eran fe de bautismo harto elocuente, el cual juraba y perjuraba que habría vivido seguramente veinticinco años más... a poco que se hubiese cuidado.

La conversación no era para llamar la atención ni para producir alarma a nadie. El asesino, después de pagar el gasto hecho, permaneció en su rincón y concluyó por dormirse, cuando lo medio despertó la entrada en la taberna de un individuo.

Era éste un sujeto grotesco, entre buhonero y juglar, que recorría el mundo a pie, vendiendo piedras de afilar, suavizadores de navajas, navajas de afeitar, pastillas de jabón, cosméticos, medicinas para perros y caballos, artículos de perfumería barata, pastas y cosas por el estilo, que llevaba en una caja sujeta a su espalda a guisa de mochila. Su entrada dio lugar a un chaparrón de chistes tan baratos y malos como sus mercancías, chaparrón que no cesó hasta que el buhonero dio fin a su cena y abrió su caja desplegando ante el público los tesoros que encerraba.

—¿Y ese ladrillo? ¿Es bueno para comer? —preguntó un labriego, haciendo guiños altamente cómicos y señalando a unas pastillas colocadas en un rincón de la caja.

—Esto, mi querido paisano —contestó el buhonero tomando una en sus manos—, es una composición preciosa e infalible que borra y hace desaparecer toda clase de manchas, herrumbres, mohos, mugres, roñas, lunares, macas, máculas y mancillas, salpicaduras y suciedades de las telas de seda, algodón, sean de raso, liberty, bengalina o moire, de lienzo, madapolam, holanda, nipis, o nansú o batista, de jerga, cheviot o patén, merinos o muselinas, alfombras, tapices y terciopelos, moquetas, felpas y peluches. Borra las manchas de vino, las manchas de fruta, las manchas de cerveza, las manchas de agua, las manchas de pintura, las manchas de betún, de brea, de alquitrán, de pez, de resina, toda clase de manchas salen y desaparecen con que se las frote una sola vez con esa composición infalible y maravillosa. Si una dama, damisela o señorita, casada, soltera o viuda, doncella o no doncella, mancha y ensucia su honor, no tiene que hacer más que tragarse una pastilla y queda limpia e inmaculada como un rayo de sol. El caballero que desee probarlo, engúllase una pastilla y quedará convencido, pues es de efectos tan seguros y rápidos como los de un pistoletazo, aunque de sabor menos desagradable. ¡un penique la pastilla!.. . ¡No vale más que un penique, no obstante poseer tantas y tan preciosas cualidades!

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