—Te entusiasma, ¿eh? ¡Vaya! ¡me alegro!

—¡Ja, ja, ja, ja! Hace tiempo que no le veía tan en su centro como esta noche, Guillermo.

—Pero me vas a sacar de mis casillas si continúas apoyando sobre mi hombro esa garra de demonio que me gastas, zorro viejo. ¡Retírala, retírala! —terminó, sacudiéndosela de una manotada.

—¿Le pone nervioso, Guillermo, eh? ¿Le produce una impresión así como sí le agarraran por el pescuezo —preguntó riendo el judío, empeñado en no darse por ofendido.

—Me produce la impresión de que me agarra el mismísimo demonio. A decir verdad, en mi vida vi hombre de catadura más siniestra que la tuya, y hasta dudo mucho que haya existido, como no fuera tu padre, quien seguramente arderá en este instante en los infiernos, si es que has tenido padre, pues no me sorprendería poco ni mucho que descendieras directamente del diablo y no tuvieras nada de común con la raza humana.

En vez de contestar Fajín a tan graciosos cumplimientos, tiró por las y le señaló con la manga a Sikes índice a Anita, que se había aprovechado del diálogo que dejamos transcrito para ponerse el sombrero, y en aquel momento se encaminaba hacia la puerta.

—¡Eh, Anita! —gritó Sikes—. ¿Adónde diablos vas a estas horas?

—No lejos de aquí.

—¿Qué contestación es ésa? —replicó Sikes—. ¿Adónde vas?

—Ya lo he dicho: no lejos de aquí.

—¡Y yo he preguntado que dónde! —insistió Sikes con acento feroz—. ¿Has oído?

—No puedo decirte adónde, porque no lo sé.

—Entonces, te lo diré yo —repuso Sikes—, más irritado por la obstinación de la joven que porque le importara que aquélla se fuera a la calle, si tal era su deseo—. ¡No vas a ninguna parte, ea! ¡Siéntate!

—No me encuentro bien, conforme antes te dije, y quisiera respirar el aire puro de la calle.

—Saca la cabeza por la ventana y tienes conseguido tu objeto —replicó Sikes.

—No me basta: necesito respirarlo en la calle.

—Pues en la calle no lo respirarás.

Levantándose de pronto, cerró la puerta con llave, quitó a Anita el sombrero y lo arrojó sobre un armario, diciendo:

—Quieras o no, habrás de estarte quietecita en casa.

—No será el sombrero el que me impida salir —dijo la joven, poniéndose espantosamente pálida—. ¿Qué es lo que te propones, Guillermo? ¿Sabes lo que haces?

—¿Que si sé lo que...? ¡Vaya! —exclamó Sikes, volviéndose hacia Fajín—. ¡Ha perdido el juicio, pues de no ser así, no obraría como obra!

—¡Me obligarás a tomar una resolución desesperada! —exclamó la muchacha, oprimiéndose el pecho con entrambas manos, cual si necesitase de todas sus fuerzas para contener los latidos de su corazón—. ¡Déjame salir... pero enseguida... ahora... en este instante!

—¡No! —rugió Sikes.

—¡Dígale usted que me deje salir, Fajín! ¡Será mejor... mejor para él! ¿No me oye? —gritó Anita, dando una patada en el suelo.

—¡Que si te oigo! —rugió Sikes, encarándose con la muchacha—. ¡Te oigo, sí; y si dentro de medio minuto continúo oyéndote, ten por seguro que el perro se encargará de reducirte al silencio agarrando entre sus colmillos tu garganta! ¿Qué diablos de manía es ésa?

Oliver Twistحيث تعيش القصص. اكتشف الآن