—Tiene usted mucha razón: pero, ¿por qué me habla de cosas tan desagradables?

—Lisa y llanamente para que me comprenda con toda claridad: Si no quiere usted dar de bruces, cuando menos lo piense, en el poste indicador de que acabo de hablarle habrá de velar por mis intereses de la misma manera que yo, si quiero que prosperen mis intereses, habré de velar por su seguridad de usted. Para usted, lo primero habrá de ser su número uno personal, lo segundo, mi número uno. Cuanta mayor sea la solicitud con que usted atienda a su número uno personal, en más alto habrá de apreciar mi número uno... y hétenos llegados a la postre a lo que manifesté a usted al principio: el amor hacia el número uno es el lazo que nos une en apretado ejército, que caminará de victoria en victoria mientras subsista ese lazo, pero que, roto éste, caerá precipitado a los abismos del no ser.

—¡Es verdad... es verdad! —exclamó Bolter con expresión meditabunda—. ¡Oh!... ¡Y cómo se advierte que es usted perro viejo!

Con visible complacencia comprendió Fajín que la alusión a su genio maravilloso no era estéril cumplimiento, sino reflejo de la impresión profunda y real que sus argumentos habrían producido en el ánimo de su nuevo recluta. Con el objeto de robustecer y dar mayor consistencia a una impresión tan apetecible como conveniente a sus fines, continuó dando a conocer a aquél, con algún detalle, la extensión y el alcance de sus operaciones, sirviéndole en el mismo plato la verdad mezclada con la mentira, cuando así convenía a sus fines, y combinándolo todo con tal arte, que el respeto del señor Bolter crecía por grados, bien que un tanto templado con cierto grado de saludable temor que a los intereses del jefe convenía despertar.

—Gracias a esta confianza mutua que entre nosotros reina, puedo consolarme de las dolorosas pérdidas que a veces lamento —observó el judío—. Ayer mañana, sin ir más lejos, perdí al que sin exagerar podría llamar mi brazo derecho.

—¿Murió? —preguntó Bolter.

—¡No, no! El mal no es tan grave, gracias a Dios.

—Entonces, será que lo...

—Llamaron —interrumpió el judío—; eso es; lo llamaron.

—¿Lo necesitaban para al asunto particular?

—Lo necesitaban... ¡No es ésa la palabra que mejor le cuadra! Le acusaron de haber intentado trabar relaciones demasiado estrechas con el bolsillo de un desconocido y, al registrarle, le encontraron una cajita de rapé de plata... la suya, amigo mía, la suya, pues he de hacer constar que el pobre tomaba rapé, y cierto que le gustaba mucho. Creyendo que conocen al dueño de cajita en cuestión, le han tenido preso hasta hoy... ¡Ah! ¡Vale cincuenta cajitas de oro, y con gusto las pagara yo a trueque de ponerle en libertad! ¡Cuánto siento que no haya conocido usted al Truhán amigo mío; cuánto lo siento!

—Espero tener el placer de conocerle; ¿no le parece?

—¡Mucho lo dudo! —contestó el judío, exhalando un suspiro—. Si no presentan pruebas nuevas, el castigo no pasará de seis semanas de cárcel y pronto lo tendremos de nuevo entre nosotros; pero si por desgracia ocurre lo contrario está perdido. Saben que el Truhán pierde de listo y harán de él un pensionista... un pensionista perpetuo. ¡Mire usted que hacer del Truhán nada menos que un pensionista perpetuo!

—¿Pero qué diablos significa hacerle pensionista perpetuo? ¿Por qué no me habla en forma que lo entienda, dejándose de enigmas?

Disponíase Fajín a traducir al lenguaje vulgar la expresión que significaba «cadena perpetua», cuando vino a poner fin brusco al diálogo la llegada de Carlos Bates, quien se presentó con las manos metidas en los bolsillos de sus calzones y con cara contorsionada, en la que se leía un terror que, por lo exagerado, resultaba cómico.

Oliver TwistWhere stories live. Discover now