—¿Y qué es lo que pasará pronto? —gritó Sikes con furia salvaje—. ¿Qué tonterías son ésas? Levántate, trabaja, haz algo, y no me desesperes con tus locuras de mujer.

En otras circunstancias, aquellas palabras, y sobre todo, el tono con que fueron pronunciadas habrían producido el efecto deseado; pero, la muchacha, extenuada y falta de fuerzas, inclinó su cabeza sobre el respaldo de su silla y se desmayó, antes que el señor Sikes tuviera tiempo de intercalar unos cuantos juramentos apropiados, que en circunstancias parecidas solían ser compañeros obligados de sus amenazas. No sabiendo qué hacer en aquel caso verdaderamente excepcional, pues los accesos de histerismo de la señorita Anita eran de ordinario de los que producen en el paciente deseos de pelea. Sikes recurrió primero a las blasfemias, y como observara que éstas eran ineficaces, pidió socorro.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Fajín abriendo la puerta.

—Cuida de esa chica —contestó Sikes con impaciencia—. Cuídala, pero sin charlar tanto ni mirarme con ojos de bruto.

Apresuróse el judío a socorrer a Anita, no sin antes lanzar un grito de sorpresa, mientras Dawkins, por mal nombre el Truhán, que había entrado siguiendo a su respetable maestro, y dejaba sobre el suelo un paquete, con el que iba cargado, y arrebataba una botella de las manos de Carlos Bates, pegado a sus talones, la descorchaba con los dientes en un abrir y cerrar de ojos, y vertía parte de su contenido en la boca de la paciente, no sin antes haber hecho pasar una buena dosis por su propia garganta.

—Hazle aire con el fuelle, Bates, y usted Fajín, frótele bien las manos mientras Sikes le afloja el vestido —dijo el Truhán.

Los esfuerzos combinados de todos, aplicados con energía sin igual, y sobre todo el del fuelle, que parecía mucho a Bates, encargado de administrarlo, no tardaron en producir el efecto apetecido. La joven fue recobrando gradualmente el conocimiento, y levantándose de la silla, aproximóse a la cama, hundió su cara en la almohada, y dejó que Sikes se las entendiera con los tres personajes extraños, cuya presencia en la habitación la había sorprendido.

—¿Qué mal viento te trae por aquí? —preguntó a Fajín.

—No es mal viento el que me trae, amigo mío —respondió Fajín—, pues nunca traen nada bueno los malos vientos y yo traigo algo que le alegrará la vista. Truhán, amigo mío –añadió—, deslía ese paquete y da a Guillermo las cosillas en que hemos empleado nuestro dinero esta mañana.

Cumpliendo presuroso la orden de Fajín, el Truhán deslió el paquete, que era bastante voluminoso y estaba envuelto en un mantel, y alargó uno por uno a Bates los objetos que contenía, que éste fue dejando sobre la mesa, encomiando su calidad.

—De conejo, Guillermo, de conejo auténtico —dijo, mostrando un pastel enorme—, de esos seres delicados de miembros tan tiernos, Guillermo, que hasta los huesos se deshacen y funden en la boca, sin que haya medio de encontrarlos; media libra de té verde, de setenta y seis peniques, tan fuerte y bueno, que basta echarlo en agua hirviendo para que salte por los aires la tapa de la tetera; una libra y media de azúcar de primera de ése que no ven los negros y menos tienen ocasión de probar... ¡oh, no! dos panes frescos y apetitosos, un queso de Glocester, y para coronarlo todo, el líquido más rico que jamás ha pasado por su garganta, Guillermo.

Terminado el panegírico, Bates sacó de las profundidades de su bolsillo una botella de buen tamaño, llena de vino y cuidadosamente tapada, mientras el Truhán escanciaba de otra, que a su vez traía, un gran vaso de licor, que el enfermo echaba entre pecho y espalda sin demostrar un momento de vacilación.

—¡Ah! —exclamó el judío, frotándose satisfecho las manos—. ¡Eso va bien, Guillermo, muy bien!

—¡Bien! –replicó Sikes—. ¡Bien estaría hace cien siglos si hubieras pensado en socorrerme! ¿Qué intención era la tuya al dejarme aquí abandonado durante más de tres semanas, perro vagabundo... corazón traidor?

Oliver TwistWhere stories live. Discover now