Capítulo XXXVIII

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—Sí.

—Entonces, ten muy presente lo que voy a recomendarte —dijo la dama—. Habla todo lo menos que te sea posible, pues de lo contrario, vas a vendernos a las primeras palabras.

Bumble, que no cesaba de dirigir al edificio miradas de inquietud, se disponía probablemente a manifestar sus dudas acerca de la conveniencia de seguir la aventura, cuando se lo impidió la presencia de Monks, quien apareció en la puerta y les indicó que pasaran.

—¡Vamos! —gruñó con impaciencia—. ¿Piensan tenerme aquí eternamente?

La mujer, que fue la que mayor vacilación reveló en el primer momento, entró resueltamente sin esperar nuevas instancias, y Bumble entonces, fuera que sintiese vergüenza, fuera que temiese quedarse solo, siguió a su cara mitad, con repugnancia, es verdad, y sin conservar ni rastros de aquella dignidad y prosopopeya que fueron siempre sus características principales.

—¿Qué demonios hace usted ahí, clavado en el lodo y con la boca como un papanatas? —preguntó Monks a Bumble, cerrando la puerta luego que aquél entró.

—Estábamos... estábamos tomando el fresco —respondió Bumble, mirando a su interlocutor con miedo manifiesto.

—¡Tomando el fresco! —replicó Monks—. Toda el agua que ha caído desde que existe el mundo, y la que caerá hasta el día del juicio, no es bastante para apagar el infierno ardiente que puede encerrar un hombre en su pecho. ¡No es empresa fácil refrescarlo a usted, amigo! ¡Téngalo por seguro!

Pronunciadas estas palabras tan agradables, Monks se encaró bruscamente con la matrona y fijó en ella una mirada tan amenazadora, que aquélla, no obstante ser de las que difícilmente se acobardaban, hubo bajar los ojos y clavarlos en el suelo.

—Es ésta la mujer ¿no? —preguntó Monks a Bumble.

—Sí —contestó Bumble, acordándose de las recomendaciones de su esposa.

—¿Es que cree usted que las mujeres no podemos guardar secreto —preguntó la matrona, devolviendo a Monks las miradas escrutadoras que éste le dirigía.

—Sé, por lo menos, que siempre guardan un secreto, hasta que el diablo lo descubre —contestó Monks con displicencia.

—¿Qué secreto es ése? —inquirió la dama en el mismo tono.

—El del naufragio de su reputación —replicó Monks—. He aquí por qué no temo confiar a una mujer un secreto que puede conducirla a la horca o a galeras, seguro de que a nadie ha de revelarlo. ¡Ah, sí! ¿Va usted comprendiendo?

—No —contestó la matrona, ruborizándose ligeramente.

—¡Ah, claro! —exclamó Monks con expresión de ironía—. Natural el que no lo entienda.

Después de dirigir a sus visitantes una sonrisa que tenía tanto de sardónica como de amenazadora, y repitiéndoles que le siguiesen, Monks atravesó con paso rápido una pieza muy extensa, pero de techo sumamente bajo. Iba a tomar el primer peldaño de una escalera que conducía a los visos superiores, cuando le cegó el cárdeno fulgor del relámpago, al que siguió el tableteo de un trueno, que conmovió el edificio hasta en sus cimientos.

—¡Han oído! —exclamó Monks, retrocediendo asustado—. ¡Han oído! ¡Oyen ese trueno que parece eco monstruoso repetido por mil cavernas, donde se esconden millones de demonios! ¡Me horripilan esos truenos!

Guardó Monks algunos instantes de silencio, y como luego separase bruscamente las manos con que ocultaba su rostro, Bumble pudo observar, no sin sobresalto, que sus facciones estaban lívidas y descompuestas.

Oliver TwistWhere stories live. Discover now