—¡Mi querida niña! —exclamó la anciana, estrechando contra su corazón a la joven, bañada en llanto—. ¿Crees que puedo desear que caiga un solo cabello de su cabeza?

—¡Oh, no! —contestó Rosa con avidez.

—No —repuso la señora con voz conmovida—. Mi carrera sobre la tierra toca a su fin, y ojalá encuentre en Dios la misma piedad que deseo encuentren en mí los desgraciados. ¿Qué puedo hacer para salvarle, doctor?

—Déjeme pensar un poco, señora, déjeme pensar.

El doctor Losberne metió las manos en los bolsillos y comenzó a pasear por la estancia, deteniéndose de vez en cuando y frunciendo horriblemente el entrecejo. Después de haber exclamado repetidas veces: «¡Lo encontré!», seguidas inmediatamente de estas otras: «¡No, no lo encontré!», y de reanudar el paseo con su obligado fruncimiento de cejas, detúvose al fin y habló en los términos siguientes:

—Creo que si usted me concede poderes plenos para entenderme con Giles y con el inocente Britles, conseguiré arreglarlo todo. El primero es un servidor leal, lo sé; pero usted tiene mil medios de recompensarle, y hasta puede felicitarle por su destreza en el manejo de la pistola. ¿Merece su aprobación mi pensamiento?

—Veo cuál es su plan, doctor, y no me opongo, siempre que no haya otro medio de salvar al muchacho.

—No hay otro —afirmó el doctor—. Créame usted bajo mi palabra.

—Siendo así, mi tía le confiere poderes plenos —terció Rosa, sonriendo a través de sus lágrimas. Le ruego, sin embargo, que no trate a esos fieles servidores con mayor severidad de la que sea absolutamente necesaria.

—Voy creyendo, señorita —replicó el doctor—, que usted se imagina que todo el mundo, con excepción de usted sola se siente hoy inclinado a la severidad. En obsequio al sexo feo, lo que yo desearía es que el primer joven digno de usted que llame a las puertas de su corazón implorando piedad, la encuentre tan bien dispuesta a la conmiseración como ahora está, y lo que deploro con amargura es no ser yo un joven para aprovechar ahora mismo la ocasión.

—Es usted un niño grande, tan niño como Britles —contestó Rosa ruborizándose.

—¡Bah! —exclamó el doctor, riendo con toda su alma—. Casi, casi estoy por decir que tiene usted razón... pero volvamos al muchacho. Debemos estipular aún el punto más grave de nuestro acuerdo. Según mis cálculos, el herido despertará dentro de una hora poco más o menos, y aunque he asegurado al imbécil representante de la justicia que hay abajo que el muchacho no puede moverse ni hablar sin que su vida corra peligros gravísimos, creo que por el contrario no existe el menor inconveniente en que conversemos con él. Ahora bien; el punto capital de nuestro convenio es el siguiente: yo le someteré a un interrogatorio a presencia de ustedes, y si de lo que diga, inferimos, sin que nos quepa la menor duda, que está completamente pervertido (lo que considero más que posible), lo abandonaremos a su suerte, o por lo menos yo, no me mezclaré ya en nada, suceda lo que suceda.

—¡Oh, no, tía mía! —exclamó Rosa con acento suplicante.

—¡Oh, sí, tía mía! —dijo el doctor—. ¿Quedamos conformes?

—¡No creeré nunca que esté endurecido en el vicio! —exclamó Rosa—. ¡Es imposible!

—¡Magnífico! —replicó el doctor—. Razón de más para aceptar mi proposición.

Cerróse al fin el trato, y las partes contratantes esperaron con impaciencia el despertar de Oliver.

La paciencia de las señoras hubo de pasar por una prueba más larga de lo que el pronóstico del doctor las había hecho suponer, pues pasaron horas y más horas, y Oliver continuaba durmiendo. Era ya más del mediodía cuando el buen doctor las hizo saber que el herido estaba en disposición de hablar. Añadió que en realidad estaba muy enfermo, pues la pérdida de, sangre le había debilitado en extremo; pero, que el pobrecillo mostraba tan vivo anhelo por hacer revelaciones, que creía preferible acceder a sus deseos y no obligarle a permanecer quieto y callado hasta la mañana siguiente.

Oliver TwistWhere stories live. Discover now