—Muchas gracias, Fajín, pero antes ciegue que hacer nuevas pruebas —replicó Chitling—. Es mucha la suerte del Truhán para poder resistirla.

—La verdad es, amigo mío, que tienes que madrugar mucho para ganar al Truhán. ¡Ja, ja, ja!

—¡Madrugar! —exclamó Carlos Bates—. Para competir con él, necesitarías ponerte un telescopio en cada ojo y echarte a la espalda unos gemelos de teatro.

El señor Truhán recibió aquellas alabanzas con modestia filosófica, y se comprometió a hacer salir de la baraja cualquier carta que le fuera indicada, sin mirar, por supuesto, apostando un chelín cada vez. Como nadie tuvo a bien aceptar el reto y se hubiera terminado el tabaco de su pipa, entretúvose, por vía de pasatiempo, en trazar sobre la mesa con el pedazo de tiza que utilizara para apuntar los tantos, un plano de la cárcel de Newgate, silbando mientras trabajaba.

—¡Qué tonto tan delicioso eres, Tomás! —exclamó el Truhán al cabo de un rato de silencio, suspendiendo su trabajo y mirando a Chitling—. ¿A que no acierta usted, Fajín, en qué estaba pensando?

—¿Y cómo quieres que lo acierte, querido? —respondió el judío—. En lo que acaba de perder, tal vez, o acaso en el retiro delicioso en que ha pasado una temporadita... ¡ja, ja, ja! ¿Acierto, amigo?

—¡Ni a cien leguas! —replicó el Truhán—. ¿Y tú, Carlos qué dices?

—Yo digo —contestó Bates— que Belita le trae loquito... ¡Mira cómo se ruboriza! ¡Es para morirse de risa!... ¡Tomás Chitling enamorado como un colegial!

El pensamiento sólo de que Tomás Chitling fuera víctima de una pasión tierna produjo en Carlos Bates tal explosión de risa, que al dejarse caer con alguna violencia contra el respaldo de la silla, perdió ésta el equilibrio y le envió rodando al suelo. Pero a bien que el accidente en nada atenuó su hilaridad. Tendido cuán largo era y revolcándose permaneció hasta después de pasado el primer acceso, que fue seguido por otro no menos violento apenas se hubo puesto en pie.

—¡No le hagas caso, amigo mío! —dijo el judío, guiñando un ojo al Truhán y dando con el fuelle un golpecito en la espalda a Chitling—. Belita es una niña angelical. Quiérela, Tomás, quiérela mucho.

—No contestaré más que una cosa, Fajín —replicó Chitling, rojo como un pimiento—, y es que a nadie de los que están aquí importa ese asunto.

—¡Justo! —dijo el judío—. Tienes razón que te sobra. Bates es un hablador, del que no debes hacer caso, amigo mío. Belita es una niña encantadora. Haz lo que ella te mande, Tomás, y tienes hecha la fortuna.

—Que hago lo que ella me manda —contestó Chitling—, lo prueba el hecho de que por seguir sus inspiraciones me he pasado una temporada a la sombra; pero a bien que no fue mal negocio para usted; ¿no es cierto, Fajín? ¿Pero qué suponen seis semanas de encierro? De todas maneras, tenía que ser un día u otro; ¿por qué no durante el invierno, cuando no son muchas las ocasiones que de operar se presentan? ¿Qué dice usted, Fajín?

—Que hablas como un libro, amigo mío —respondió el judío.

—Y no te importaría gran cosa volver allá siempre que el regreso te valiera las simpatías de Belita, ¿no es cierto? —preguntó el Truhán guiñando el ojo a Bates y al judío.

—¡Pues bien, sí! ¡Me sería completamente igual! —contestó Chitling con cólera—. ¡Oh! Me gustaría conocer a quien dijera otro tanto; ¿digo bien, Fajín?

—Dices lo que es, amigo —respondió Fajín—. Ten por seguro que ninguno de ellos sabría imitarte.

—Y hubiera yo salido tan campante del negocio si hubiese querido acusarla a ella —repuso aquel cándido—. Una palabra más habría sido bastante, ¿acierto, Fajín?

Oliver TwistDonde viven las historias. Descúbrelo ahora