Hojeó al principio sus páginas sin prestar atención a lo que leía; mas habiendo encontrado un párrafo que despertó su atención, no tardó en consagrarla completa a la lectura. Era la historia de la vida y hechos gloriosos de los grandes criminales. En aquellas páginas, manchadas y manoseadas millares de veces, pudo leer Oliver la narración de crímenes espantosos que helaban la sangre en las venas, de asesinatos misteriosos perpetrados en encrucijadas o caminos solitarios, de cadáveres arrojados al fondo de fosos o de pozos profundos que, no obstante su profundidad, al cabo de los años concluían por devolverlos a la luz del sol, enloqueciendo a los asesinos que les arrancaron la vida e inoculando en sus negras almas tal pánico, que ellos mismos confesaban a grito herido su delito y clamaban por la horca, a fin de que ésta viniera a poner término a sus horribles remordimientos. Leyó también de hombres que, sucumbiendo (según ellos) a tentaciones que en sus lechos les asaltaron, se levantaron a media noche y cometieron horrores cuyo solo pensamiento ponía los pelos de punta. Las escenas aparecían pintadas en el libro tan gráficamente y con colores tan vivos, que las grasientas páginas tomaron a los ojos de Oliver el tono rojo de la sangre, y las palabras impresas en las mismas sonaban en sus oídos como gemidos ahogados, como susurros siniestros emitidos por los espectros de las víctimas.

En el paroxismo del terror, Oliver cerró el libro y lo arrojó lejos de sí; y luego, cayendo de rodillas, pidió con fervor a Dios que le librara de cometer hazañas semejantes, quitándole la vida antes que permitirle que fuera culpable. Poco a poco fue serenándose, y con voz débil y temblorosa pidió a los Cielos que le salvaran de los peligros de que se veía cercado, y que, si algún auxilio habían de aportar al pobre niño abandonado, que nunca conoció el cariño de los amigos ni el dulce amor de los suyos, se lo prestaran en aquel trance, cuando desesperado y sin humano apoyo, hallábase a merced de hombres perversos y criminales.

Había terminado su plegaria y continuaba aún de rodillas y con la cara entre las manos, cuando le devolvió al mundo de la realidad un rumor que oyó cerca de sí.

—¿Quién va? —preguntó estremecido, viendo un bulto en el umbral de la puerta—. ¿Quién es?

—Yo... yo sola —contestó una voz temblorosa.

Oliver levantó sobre su cabeza el candelero y miró hacia la puerta. La que acababa de llegar era Anita.

—Baja la luz —dijo la joven volviendo la cabeza—, me hace daño a la vista.

Como Oliver observara que Anita estaba intensamente pálida, preguntóle si se encontraba enferma. La joven se dejó caer pesadamente sobre una silla, volvió la espalda a Oliver, y comenzó a retorcerse las manos sin contestar.

—¡Dios me perdone! —exclamó al cabo de un rato—. ¡No había yo pensado en esto!

—¿Ocurre algo? —preguntó Oliver—. ¿Puedo serle útil? Mándeme, que lo que yo pueda, lo haré con gusto.

Anita se agitó violentamente, llevó una mano a su garganta, exhaló un gemido sordo y buscó aire que respirar.

—¡Anita! ¿Qué tiene usted? —preguntó Oliver alarmado.

La joven se golpeó las rodillas con las manos y el suelo con los pies, y luego, deteniéndose de pronto, comenzó a dar diente con diente y se arrebujó en el chal.

Oliver avivó el fuego; Anita acercó a éste su silla, guardó silencio durante algunos momentos, y al fin alzó la cabeza y miró en su torno.

—No sé lo que algunas veces me sucede —dijo, fingiendo arreglar con ansiedad el desorden de sus vestidos—. Será efecto de la humedad de esta habitación repugnante sin duda. ¿Estás ya dispuesto, querido Oliver?

Oliver TwistWhere stories live. Discover now