—¡Y que sacaría yo buen provecho de todo eso, como hay Dios! —exclamó Sikes, poco dado al parecer a lo sentimental—. Como no llevaras a prevención una buena lima y veinte varas de cuerda fuerte, me importaría tanto que rondaras por estos lugares como a cincuenta millas de distancia. ¡Vamos, vamos! Déjate de músicas, y no pierdas el tiempo diciendo necedades.

La joven rompió a reír a carcajadas, se arrebujó más en el chal, y echó a andar. Oliver, sin embargo, observó que su mano temblaba, y a la luz de un farol junto al cual pasaron pudo ver que su cara estaba blanca como un sudario.

La marcha continuó por espacio de media hora por parajes poco frecuentados. Fueron contadas las personas que nuestros excursionistas tropezaron, y aun éstas, a juzgar por sus trazas, debían pertenecer poco más o menos a la misma clase social que Sikes. Llegaron al fin a una callejuela obscura y sucia, prodigiosamente abundante en tiendas de ropavejeros. El perro se había adelantado un buen trecho, cual si supiera que la vigilancia era ya inútil, vino a detenerse frente a una puerta, cerrada al parecer y deshabitada. La casa en cuestión ofrecía aspecto ruinoso y sobre su puerta había un rótulo que anunciaba que estaba por alquilar, rótulo que llevaba allí seguramente muchos años.

—Todo va bien —dijo Sikes, después de mirar cautelosamente alrededor.

Anita se detuvo junto a una ventana y Oliver oyó el repique de una campanilla. Los paseantes nocturnos cruzaron la calle y esperaron algunos momentos debajo de un farol. Oyóse un cerrojo que se corría con precaución, y segundos después giraba silenciosa la puerta sobre sus goznes. Sikes agarró entonces por el cuello a Oliver, sin andarse con ceremonias, y lo introdujo en la casa. Anita penetró tras la pareja.

El patio estaba completamente a obscuras. La misma persona que había abierto la puerta volvió a cerrarla.

—¿Hay alguien? —preguntó Sikes.

—No —contestó una voz que Oliver creyó haber oído antes.

—¿Y el viejo? —repuso el ladrón.

—Escuchándonos, probablemente. La visita lo va a poner contento como unas castañuelas.

Oliver creía conocer aquella voz, pero las tinieblas no le permitían distinguir no ya las facciones, sino tampoco el bulto de quien hablaba.

—Que traigan una luz, o nos expondremos a rompernos la crisma o a atropellar al perro, en cuyo caso, no respondo de la integridad de nuestras pantorrillas.

—Un momento de paciencia y traeré luz —contestó la misma voz.

Sonaron pasos de alguien que se alejaba, y un minuto más tarde apareció la auténtica personalidad de Dawkins, alias el Truhán, llevando en la diestra una vela fija en la punta de un palo.

El caballerito sonrió irónicamente mirando a Oliver, y sin dignarse dar otras señales de reconocimiento, giró sobre sus talones haciendo a todos seña de que le siguieran. Bajaron una escalera, atravesaron una cocina desnuda de enseres y cacharros y, abriendo la puerta de una estancia subterránea y húmeda, excavada debajo de un corral, penetraron todos en aquélla, donde fueron recibidos con una salva dé risotadas.

—¡Hijo mío! ... ¡Hijo mío! —gritó Carlos Bates, de cuyos pulmones habían salido las carcajadas más sonoras—. ¡Aquí le tenemos!... ¡Oh! ¡La ovejita descarriada volvió al redil! ¡Mírelo, Fajín, mírelo! Yo no puedo... no puedo mirar su facha... ¡Sujétenme el vientre, por compasión, que voy a reventar de risa!

El buen Carlos Bates en su explosión de alegría, cayó por el suelo, donde permaneció más de cinco minutos revolcándose o pateando. Después, poniéndose en pie de un salto, arrancó el palo de las manos del Truhán y, aproximándose a Oliver, le examinó por delante y por detrás mientras el judío, gorro de dormir en mano, hacía mil y mil cómicas reverencias ante el desconcertado Oliver. El Truhán, en cambio, de carácter más melancólico que su compañero, poco propenso a la risa cuando ésta podía entorpecer los negocios, registraba mientras los bolsillos de Oliver con limpieza y asiduidad ejemplares.

Oliver TwistWhere stories live. Discover now